Unos la lloran, otros la celebran. Algunos la temen, otros la entienden. Pero nadie, absolutamente nadie, escapa a ella. La muerte, esa certeza que nos acompaña desde el primer llanto. Esa verdad es, tal vez, el retrato más honesto de lo que somos: pasajeros con destino de polvo. Del polvo venimos y al polvo vamos, el viaje más auténtico de la naturaleza humana.
Quizás por eso no le tememos tanto a la muerte en sí, sino a ser olvidados. Cuando dos enamorados se alejan, lo único que se piden, ya con palabras, ya solo con las miradas o solo con el silencio, es “no me olvides”. O tal vez por eso también cuando despedimos a alguien para siempre, dejamos flores, encendemos velas, pedimos misa o rezamos una plegaria. No porque el muerto las necesite, sino porque los vivos necesitamos creer que siguen con nosotros.
En Japón la muerte significa tránsito, no final; en India, liberación del ciclo de reencarnaciones; en El Tíbet, un acto de generosidad, por eso ofrecen el cuerpo a los buitres en la montaña, para que la vida continúe. En nuestra América Mestiza. En cambio, la muerte no separa: vincula, Los difuntos regresan cada 1 y 2 de noviembre con el aroma del pan, los arpegios de la guitarra, la música del charango y el recuerdo tibio del hogar. En realidad, no vienen solo a visitarnos: vienen a recordarnos que un día también nosotros nos iremos. En la Chiquitanía, ese vínculo se expresa con una oración, un suspiro profundo, una sonrisa de felicidad o una lágrima de dicha ante la tumba, recordando con cariño ese vínculo, esa coexistencia vivida.
Nacer para morir, reflexionaban los existencialistas con angustia. Pero acaso, si naciéramos para ser eternos, ¿no nos agobiaríamos igual? La vida tiene sentido precisamente porque se acaba. Y ahí cobra valor ese viejo consejo latino: Carpe Diem, aprovecha el día. Disfrútalo. Siente. Palpita. Vive. Vive intensamente.
Es ahí cuando la memoria nos mantiene en pie. Recordamos entonces a nuestros viejos, a un hermano, a un amigo, a un amor, incluso a quien nos lastimó, que ya han partido. Y en ese ejercicio de recordar, entendemos que no muere quien deja amor sembrado.
Quizás la muerte sea, en el fondo, ese gesto de gratitud real. Un gracias al universo por habernos permitido sentir, reír, errar, llorar, amar. Y así, cuando llegue, ojalá nos encuentre con el alma despeinada de tanto vivir.
La vida es eso: quedar vivos en la mente y el corazón de los otros: Y mientras ese alguien nos recuerde ya con una plegaria, una sonrisa, un suspiro o una lágrima, seguiremos aquí, respirando en la memoria de los que, en alguna parte de nuestra vida, amamos. Recordar es continuar la vida. Por eso, nadie muere del todo mientras alguien nos recuerda.
Quien no tiene un muerto para recordar… es que no ha vivido.
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