Noviembre 02, 2025 -HC-

El uniforme, el espejo y el poder


Domingo 2 de Noviembre de 2025, 11:00am




La noche del 17 de octubre de 2003, Carlos Mesa se dirigió al país desde Palacio Quemado con la voz quebrada y el rostro solemne. Afuera, La Paz olía a gas lacrimógeno y pólvora; adentro, se respiraba historia. Sánchez de Lozada había huido a los EE.UU.  dejando tras de sí más de sesenta muertos y una República al borde del colapso. Mesa asumía la presidencia sin haberla buscado del todo, pero tampoco sin haberla soñado. En Presidencia Sitiada, (2008) escribió con cierta melancolía: “Nunca me sentí más solo que aquella noche. Llegué a la Presidencia como quien llega a una casa ajena después del incendio.”

Años antes, Mesa había escuchado —y cedido ante— el canto de las sirenas. Hasta 2002, se resistía a entrar en la política formal, pero el llamado de Sánchez de Lozada fue más fuerte. En su libro, recuerda cómo el propio Goni le mostró encuestas encargadas a una empresa estadounidense encabezada por Jeremy Rosner, asesor estrella de campañas en Washington, que había diagnosticado el problema: Goni necesitaba un rostro limpio, un vice “con credibilidad, imagen y buena prensa”. Mesa confiesa: “No había que ser demasiado avezado en las adivinanzas para saber que su aspiración presidencial tenía serios problemas y que necesitaba un compañero que más que un adorno pudiese revertir su imagen desportillada por la campaña en su contra.”

Y así, Carlos Mesa —el periodista independiente, el analista moral del país— terminó aceptando el convite. El binomio ganó las elecciones por un estrecho margen, gracias a un gesto de torpeza diplomática del entonces embajador estadounidense Manuel Rocha, quien advirtió a los bolivianos que “si votan por quienes quieren volver a exportar cocaína, Estados Unidos retirará su ayuda”. Aquella frase, pronunciada con arrogancia imperial, fue el mejor spot de campaña para Evo Morales, y el peor favor que Washington pudo hacerle a Goni. Ironías de la historia: Rocha, años después, sería encarcelado por ser espía de Cuba durante cuatro décadas. Bolivia y su destino: una tragicomedia escrita por actores de reparto y guionistas extranjeros.

Veintidós años después, el país vuelve a preparar una escena parecida, aunque con nuevos actores. Rodrigo Paz, el político de linaje liberal (aunque su padre Jaime Paz Zamora fue parte del ELN, Izquierdista, que cruzó los  ríos de sangre de su verdugo: Banzer), y Edman Lara, el ex policía que promete orden mientras desafía las normas, ensayan su entrada al poder. Uno aporta apellido y discurso institucional; el otro retórica popular. El equilibrio, como en 2002, es precario. Pero si algo enseña la historia es que en Bolivia los equilibrios duran lo que tarda en soplar el primer viento de octubre.

Ni siquiera han jurado y ya se oyen las primeras disonancias. Lara, fiel a su estilo, anuncia que vestirá el uniforme policial para su posesión, pese a no tener ya derecho a usarlo. Un gesto de rebeldía simbólica —y de nostalgia autoritaria— que revela el alma del nuevo binomio: promete orden desordenando, promete cambio apelando al pasado. Y olvida, además, que no fue el voto conservador el que los llevó hasta allí. Ese voto fue de Tuto (que prestó su caudal de votos, aunque, ahora,  también parece fragmentada su bancada)  para salvar del abismo al nuevo gobierno en la Asamblea Legislativa.

Quienes realmente empujaron a Paz y Lara al poder fueron los sectores populares, los que vieron en Lara una revancha simbólica contra la élite.

Pero el poder en Bolivia es un espejo tramposo. Mesa lo aprendió cuando los aplausos se convirtieron en piedras. Escribió entonces: “Goberné rodeado, pero sin aliados. El poder no me pertenecía: me lo prestaron para luego quitármelo.” Rodrigo Paz haría bien en subrayar esa frase. Porque su victoria también es un préstamo, y el pueblo que hoy aplaude puede volverse mañana su juez.

La paradoja es deliciosa: Lara promete autoridad, pero empieza “vulnerando” la ley; Paz promete moderación, pero se apoya en el apoyo camaleónico de Donald Trump . Ambos, juntos, representan la eterna contradicción del poder boliviano: entre quienes creen que gobiernan y quienes realmente gobiernan.

Ojalá que, cuando Rodrigo Paz regrese al país —ya con la banda cruzándole el pecho y la sonrisa institucional lista para las cámaras—, recuerde que no fue la élite quien lo sostuvo, sino la multitud que votó por su socio, por su rabia, por su promesa. Que no olvide que el poder en Bolivia no se hereda ni se conquista: se administra brevemente hasta que las calles  deciden retirarlo

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