La noche del 4 de septiembre en el Metropolitano de Barranquilla no fue simplemente una jornada más de eliminatorias sudamericanas. Fue, para Bolivia, una radiografía despiadada de sus limitaciones estructurales, técnicas y anímicas. El 3-0 a favor de Colombia no solo reflejó una diferencia de goles, sino una distancia sideral en la concepción misma del juego.
Bolivia se presentó como un equipo que, más que competir, parecía cumplir con un trámite burocrático. Su planteamiento inicial sin convicción, evidenció una vocación defensiva que rozaba lo pusilánime. La Verde se replegó con una densidad que recordaba más a una barricada medieval que a una estructura moderna de contención. Pero ni siquiera esa muralla improvisada logró resistir el vendaval colombiano.
La selección boliviana padeció de una anemia creativa que resultó terminal. El mediocampo, lejos de ser un laboratorio de ideas, fue un páramo donde la pelota moría de inanición. Villamil y Vaca, encargados de la gestación, se vieron reducidos a meros espectadores de un juego que les exigía una arquitectura mental que nunca apareció. Las transiciones ofensivas fueron tan lentas como una procesión sin fe, y los intentos de contragolpe, más que explosiones, fueron suspiros.
En ataque, la dupla Algarañaz–Terceros fue una metáfora del desconcierto. Sin movilidad, sin diagonales, sin lectura del espacio. Bolivia no atacaba: simplemente se desplazaba hacia adelante con la esperanza de que algo fortuito ocurriera. Pero el fútbol, como la literatura, castiga la improvisación sin talento.
Es cierto que en la segunda mitad Bolivia mostró una leve mejoría. El ingreso de jugadores con mayor vocación ofensiva permitió algunas aproximaciones que, aunque tímidas, insinuaron una voluntad de competir. Pero fue una mejoría epidérmica, no estructural. Como quien maquilla una ruina esperando que el maquillaje la convierta en palacio.
La falta de definición fue el colofón de una noche donde la precisión fue un lujo inalcanzable. Los remates desviados, las decisiones erráticas en el último tercio y la ausencia de automatismos ofensivos convirtieron cada avance en una tragicomedia.
Lo de Bolivia no es una derrota, es una advertencia. El equipo no solo perdió un partido: perdió la narrativa de competitividad. En un contexto donde cada selección lucha por construir una identidad, Bolivia parece atrapada en una tautología de errores. Su fútbol es lento, impreciso, temeroso y sin argumentos. Como si el balón les pesara más que la camiseta.
Colombia, sin necesidad de una actuación sublime, se impuso con autoridad. Porque cuando el rival se autolimita, basta con ser ordenado para parecer brillante.
Resulta incomprensible que Óscar Villegas haya relegado a Carlos “Tonino” Melgar al ostracismo del banquillo hasta el minuto 75, cuando el partido ya se encontraba en estado de coma competitivo. Melgar, cerebral y con una capacidad de distribución que Bolívar ha sabido explotar con maestría, era el único jugador convocado con perfil de organizador clásico. Su exclusión inicial no solo fue una omisión planificada, sino una renuncia voluntaria a la posibilidad de hilvanar juego. En un contexto donde la selección boliviana clamaba por alguien que pensara el fútbol en presente y no en condicional, Villegas optó por la inercia de lo conocido, sacrificando la posibilidad de construir desde el pase y la pausa.
Más desconcertante aún fue la insistencia con Moisés Paniagua, un jugador de talento incipiente pero aún en proceso de maduración competitiva. Su inclusión como titular pareció responder más a una apuesta simbólica que a una lectura pragmática del rival y del escenario. Paniagua, desbordado por la presión y sin socios que le facilitaran el tránsito ofensivo, terminó siendo un náufrago en un mar de imprecisiones. Esta decisión revela una tendencia preocupante en el cuerpo técnico: la de confundir renovación con improvisación, y juventud con solución. En partidos de alta exigencia, la experiencia no es un lujo, sino una necesidad estructural.
La inclusión de Henry Vaca en el segundo tiempo fue un enigma futbolístico que jamás encontró justificación en el terreno. Jugador de talento intermitente, pero visiblemente falto de ritmo competitivo, su ingreso pareció más un acto de nostalgia que una decisión estratégica. Desconectado del circuito ofensivo, sin explosividad ni claridad, Vaca fue un cuerpo presente sin influencia, una sombra de lo que alguna vez prometió ser. Su participación no aportó vértigo ni desequilibrio, y terminó diluyéndose en la intrascendencia.
Carlos Lampe fue el único vestigio de dignidad competitiva en una noche de naufragio colectivo. Con reflejos felinos y una lectura espacial impecable, sostuvo el arco boliviano durante los primeros embates colombianos, atajando tres ocasiones manifiestas de gol en apenas 25 minutos. Su actuación, más que destacada, fue una resistencia silenciosa ante el desmoronamiento táctico de su equipo. Lampe no solo atajó balones: contuvo el derrumbe emocional de una selección que parecía jugar sin brújula.
De cara al duelo decisivo frente a Brasil en El Alto este martes 9 de septiembre, Bolivia debe extirpar de raíz su parsimonia estructural. No basta con la altitud como argumento: se requiere intensidad sostenida, precisión quirúrgica y una reconfiguración de producción que privilegie el atrevimiento sobre la especulación. Villegas debe abandonar el conservadurismo improductivo y apostar por un once que piense, corra y se atreva. Porque ante Brasil, cualquier titubeo será sentencia.
Bolivia necesita más que ajustes en su juego: requiere una refundación conceptual de su fútbol. No se trata solo de cambiar nombres, sino de cultivar una cultura competitiva que abrace la exigencia, la disciplina y la inteligencia estratégica. El talento aislado no basta si no se inserta en un sistema coherente. La autocrítica debe ser el punto de partida, no el último recurso. Porque mientras se siga improvisando sobre ruinas, el futuro seguirá siendo una repetición del pasado.
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