Junio 16, 2024 [G]:

Una misión diplomática en tres actos


Jueves 23 de Mayo de 2024, 10:30am






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UNO

Édgar Lizón conservaba una fotografía de colores desvaídos. Durante años, quizás demasiados, trató de pasar página y borrar el recuerdo de Irina aunque le resultaba una labor tan extenuante como inútil.

Su aroma de mujer eslava, una acertada síntesis de herencia campesina y sofisticación aristocrática, impregnaba cada uno de los espacios de su memoria. A veces, aprovechando la confortable atmósfera del escritorio, rodeado de libros, Édgar permitía que sus recuerdos deambularan por la casa e incluso se detenía en momentos muy puntuales conservados en formol. Entonces, los reproducía. Y en eso estaba.

Podríamos, qué sé yo, viajar a Estambul. Me han dicho que es una ciudad extraordinaria. Propuso Édgar desde su mente estructurada para mantenerse en el escalafón más alto del cuerpo diplomático.

Irina frunció sus labios de piñón, hizo un extraño e indescifrable mohín que Édgar no pudo ni supo interpretar, y arrellanó su espalda en la tumbona donde tomaba el sol a la hora de la siesta, una de las costumbres locales que más apreciaba.

-¿Qué dices? ¿Te parece una buena idea? Insistió Édgar acompañándose con las manos. Elocuente.

Ella se limitó a mirarlo parapetada detrás de unas gafas de sol de pasta gruesa. La idea no le entusiasmaba.

-Si quieres pido que mi secretaria reserve dos pasajes para el diez de marzo. Eso es muy fácil. Además, nadie en La Paz me pide cuentas hace tiempo.

Irina se había mudado a un pequeño apartamento parisino que la Cancillería alquilaba para su embajador en Francia. Era lo que el gobierno de un país latinoamericano en vías de desarrollo podía cubrir, asumiendo el largo y doloroso proceso de transición democrática y sus altos costes políticos y económicos. Por supuesto, ella lo ignoraba. Édgar se había encargado de mantener las apariencias moviéndose con suma habilidad en los entretelones del círculo diplomático occidental, presentando proyectos ante las Naciones Unidas y las instituciones del organismo mundial, invitándose a eventos benéficos donde los millonarios europeos limpiaban su conciencia en generosos actos de contrición, granjeándose la amistad de sus colegas gracias a su apariencia y simpatía.

Édgar era un hombre de mediana edad, alto y delgado; sus rasgos, finos, mestizos, la piel canela y el cabello negro con las sienes plateadas, detalle que le otorgaba un aspecto recio y distinguido. Pertenecía a una familia criolla que había hecho su fortuna asociándose con Simón Patiño, el barón del estaño. “No bien salgas bachiller, tienes que ingresar en Cancillería” le ordenó su abuelo, un benemérito condecorado de la guerra del Chaco. Édgar se aplicó en sus estudios y aprendió inglés y francés, idiomas que hablaba y escribía con soltura. Así, su primer destino fue como asesor legal del consulado boliviano en Nueva York donde se desempeñó durante dos años. Siguieron Washington, Madrid, Roma y París ya como embajador del gobierno del presidente Hernán Siles Suazo.

-Nos basta un fin de semana, cariño. Agregó Édgar Lizón, con la voz atildada, casi un maullido próximo a la súplica.

Irina ladeó la cabeza permitiendo que el sol atizara su cabellera rojiza que contrastaba con una piel blanca con pequeñas pecas arracimadas en la base del cuello, la nuca, los hombros y los brazos. A veces, Édgar tenía la sensación de que su amante era una niña; las arrugas en las comisuras de su boca y los pliegues de piel en las axilas, lo desmentían. Tampoco le importaba. La fogosidad de aquella ucraniana natural de una aldea ubicada a las afueras de Cherjov, superaba cualquier expectativa alejándose notablemente de la tibieza e incluso indiferencia de Marta, su esposa. Sólo el hecho de imaginarse haciendo el amor en la habitación de un hotel turco frente al mar de Mármara alentaba sus más recónditos deseos y justificaba con creces el precio de dos pasajes aéreos.

-Volveremos el lunes. No te inquietes por eso. Prosiguió el embajador mostrándose convincente. Pero Irina, arrebujada en una bata, parecía abstraída. Édgar no era estúpido.

-Al menos dime si te parece una buena idea- insistió ensombreciendo su rostro-Puede ser que esté equivocado.

Ella abrió levemente la boca pero mantuvo el silencio.

-¿Te encuentras bien?

Irina asintió.

-No lo creo. Por regla general hablas hasta por los codos.

Ella ni se inmutó por el comentario. Édgar se puso en pie, contrariado. Sin mediar una explicación lógica, su mente comenzó a elucubrar conjeturas, tonterías que carecían de sentido acumuladas en un punto ciego de la memoria: “¿Y si tiene un amante? Creo que pasa demasiado tiempo en el club de tenis. Puede ser eso”. Entonces decidió cambiar de estrategia armándose de valor.

-Entonces, si me disculpas, iré solo.

Irina enarcó la ceja izquierda, suspicaz, ante el tono enérgico de su amante.

-Necesito unas breves vacaciones. Agregó Édgar encogiéndose de hombros.

-Está bien-concedió, al fin, Irina-Por cierto, necesito algo de ropa de temporada, querido.

El diplomático masculló una maldición, se llevó una mano al bolsillo derecho de sus pantalones y sacó una billetera.

-¿Te bastan ciento cincuenta francos?

Irina respondió con una sonrisa, sin subtítulos, que siempre resultaba sensual.

DOS

Édgar e Irina salieron a las tres de la tarde rumbo al aeropuerto Charles de Gaulle. Tuvieron suerte, casi no había tráfico y llegaron en media hora.

-Me personaré en el mostrador. Puedes esperarme allá. Le dijo Édgar a Irina, apuntando una cafetería con el mentón.

Ella asintió y Édgar se fijó en la pizarra y constató que su vuelo salía en dos horas. Había tiempo de sobra. Entonces, cuando parecía que nada podía perturbar su escapada de fin semana, Édgar se estremeció. El diplomático se volvió y vio que un hombre se acercaba a Irina. “Su amante” maldijo, sintiendo que el alma se le caía a los pies.  Había tiempo de sobra. Zaherido en su orgullo, abandonó la fila, caminó dando zancadas, se abrió paso entre los viajeros cargados de equipaje y cruzó la terminal hasta alcanzar la cafetería. Irina se volvió hacia Édgar. No necesitaba palabras. La luz de sus ojos reflejaba sorpresa.

-Espera-musitó tibia-No es lo que tú…

-No voy a armar un escándalo-repuso el embajador-Sabes que ese no es mi estilo.

Irina dejó escapar un suspiro de alivio.

-Permítame presentarme-dijo el hombre sentado frente a Irina-Soy Grigor Levkov.

Édgar enarcó la ceja izquierda y torció el gesto de la boca. Aquella información le aportaba poco. O nada.

-Siéntese, por favor. Le ofreció el ruso de cabello cortado a cepillo, hombros anchos y traje gris, sobrio.

-Tenemos que subir a un avión-explicó Édgar-No hay tiempo.

Grigor Levkov hizo una mueca sardónica y dijo secamente:

-Le conviene tomar asiento.

Édgar frunció el ceño pero se sentó. El ruso era un típico nativo de la estepa, duro de gestos y maneras pero educado y correcto.     Curiosamente, compartía con Irina una mirada tan limpia y celeste como desconfiada. Su voz, sin embargo, era atiplada lo que contrastaba con su porte fornido, quizás forjado en alguna división del Ejército Rojo. El diplomático coligió que no se trataba del instructor de tenis, ni tampoco de uno de esos amantes con quienes se lían algunas mujeres del cuerpo diplomático cansadas de ser figuras decorativas diseñadas para acompañar al señor embajador a recepciones y viajes oficiales, hallando en un hombre más sencillo el acicate preciso para huir de la severidad de los salones mientras validan el concepto de “relaciones exteriores”.

  -Irina-continuó Grigor pasando saliva con naturalidad-es de los nuestros. Seguro usted ya sabe a qué me refiero.

El tono suspicaz del ruso alentó la curiosidad de Édgar Lizón.

-La verdad, me cuesta un poco imaginármelo. Dijo el diplomático.

-Bien, para el caso da lo mismo. Lo cierto es que necesitamos que ella lleve consigo unos documentos de vital importancia para el Estado.

-¿Eres una espía, Irina? Preguntó Édgar, repentinamente, dirigiéndose a su amante.

-No respondas. Le prohibió Grigor a Irina con rudeza y un dedo admonitorio sin lugar a réplica. Ella bajó la mirada, algo timorata.

-Es un enlace. Nada más. Aseveró el ruso suavizando el gesto adusto.

-“Un enlace”.

-Exacto.

-Comprenderá usted que, desde mi posición, no puedo permitirlo. Eso sí es espionaje. Reaccionó Édgar aparentando indignación.

-Señor embajador, usted no corre ningún riesgo. Seguramente usted recordará las vacaciones en la Riviera francesa.

-Pero cómo…

-Es nuestra obligación saberlo, señor.

Édgar miró de reojo a Irina. Por primera vez la notó indefensa; creyó que su cuerpo temblaba al revelarse un secreto que mantenía a buen recaudo. Por otro lado, sintió que Grigor disfrutaba, perverso, el momento de tensión.

-Por ahora, nuestro enlace ha demostrado mucha eficiencia. Esperamos que así continúe-Aseveró el ruso con pretendido optimismo para luego dirigirse a Irina-Tu contacto te esperará en el hotel Metropol.

-Tenemos una reserva en el Ataturk. Matizó Édgar.

-Ha sido un placer, señor embajador. Se despidió Grigor Levkov poniéndose en pie saludando a Irina con un simple gesto con la cabeza para poco después perderse entre el gentío que atestaba la terminal.

-Creo que me debes una explicación. Le dijo Édgar a Irina y ella se limitó a sonreír tímidamente.

TRES

Édgar a Irina apenas cruzaron una palabra durante el vuelo. Al llegar a Estambul, el embajador pidió un taxi.

-Al hotel Ataturk, por favor. Dijo Édgar en inglés.

-No, al hotel Metropol. Replicó Irina también en un inglés correcto con acento eslavo.

El taxista miró a la pareja por el retrovisor esperando que uno de ellos decidiera. Al fin, Édgar se decantó por el hotel Metropol.

Cruzaron la ciudad al atardecer. La luz de un sol crepuscular, rojo intenso, se posaba sobre los tejados de los viejos edificios de la legendaria Constantinopla. Édgar no podía disimular la fascinación que le provocaba el paisaje. En cambio, Irina se mostraba impasible consciente de la importancia de la misión encomendada por Grigor Levkov. Édgar Lizón supuso que se liberaría en cuanto entregara el sobre de papel manila. A medida que se acercaban a su destino, el embajador preguntaba qué más le ocultaba Irina. En pocas horas, su amante se había convertido en una mujer enigmática sobre quien no sabía nada. “Y por esta espía he dejado a la Martita” lamentó hasta que el recuerdo de su esposa se disipó con la neblina que cubría la escalinata del hotel cuya arquitectura no era nada extraordinario salvo por el pórtico otomano con incrustaciones de coloridos espejos.

-Sólo espero que esto sea breve y termine de una vez. Comentó Édgar mientras pagaba la carrera e Irina salía del taxi dirigiéndose a la entrada del hotel. Allí, un portero, vestido con unos llamativos pantalones bermellones con bombachas, le dio la bienvenida.

El embajador boliviano salió del taxi por la puerta izquierda, echó una ojeada alrededor y entró en el lobby del hotel. Irina lo esperaba con los brazos cruzados a la espalda.

-¿Y bien? Preguntó Édgar al comprobar que el Metropol era un hotel poco concurrido, el escenario perfecto para una emboscada en toda la regla, si se seguían los cánones del género literario o cinematográfico.

-Mis instrucciones dicen que el contacto se aloja en la habitación cuarenta y dos.

-Cuesta creer que hayan tantas habitaciones. Afirmó Édgar, mordaz.

Irina sonrió con aire de inocencia reprimida por el trasiego de su cuerpo entre las sábanas de sólo Dios sabe cuántos sujetos poderosos, y no tanto, que había conocido desde su salida de la Unión Soviética.    

 -Preguntaré por él. Dijo Irina con decisión acercándose a la conserjería. El conserje asintió, alzó el auricular de un teléfono y se comunicó con la habitación cuarenta y dos.

-Enseguida baja, señorita. Dijo el conserje con una mueca que pretendía ser una sonrisa.

-Será mejor que tomes asiento- Le dijo Irina a Édgar-Te prometo que será rápido.

-No entiendo nada.

-Sólo entregaré el sobre. ¿Está bien?

Édgar se sentó en un tresillo y cruzó la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, moviendo el pie compulsivamente, sin poder controlarlo. Entonces vio a un hombre de estatura media, de aspecto avejentado, bajar los peldaños de la escalera que comunicaba el lobby con el primer piso. Irina mantenía el rostro serio, impasible. El diplomático estaba nervioso y confundido, más aún cuando su amante se acercó al huésped y le dio un par de besos en las mejillas como si lo conociera de otro tiempo y otro sitio. Édgar pensó que así era y recobró un poco la calma hasta que ella le pidió con la mano derecha que se acercara. El embajador lo hizo aunque su fuero interno emitía intensas señales de alarma, una advertencia de peligro latente que podía haberse ahorrado si hubiera pensado con la cabeza en vez del pene. Los lamentos ya no merecían la pena.

-El señor Kominski. Dijo Irina presentando al hombre que vestía un traje negro, de franela ajada.

-¿Es usted el embajador Lizón? Inquirió Kominski en español.

Édgar sintió los latidos de su corazón redoblando en los tímpanos mientras creía que le iban a estallar las sienes. Su piel traspiraba como si recién hubiera entrado en una sauna finlandesa. A duras penas podía dar el paso siguiente.

Kominski se dio cuenta.

-No tiene nada que temer-lo tranquilizó-Esto es un mero trámite.

Irina entregó el sobre a su contacto turco, éste lo abrió con cuidado de no romper su contenido, sacó un papel y sonrió satisfecho.

-Justo lo que estábamos esperando-dijo complacido-¿Me permite leerlo, embajador?

-Sí. Replicó Édgar tratando de recuperarse del estupor.

“Querido Édgar: ¿Aceptarías a esta ucraniana, sin más patria que el presente, como tu esposa?” Firmado Irina Dobvyk.

El diplomático se quedó sin palabras. Kominski forzó una curiosa mueca. El rostro de Irina resplandecía.

-¿Qué me dice usted, señor embajador?

Édgar Lizón había caído en una trampa urdida cuidadosamente, sin dejar ningún cabo suelto. Al menos, se consoló, aquella mujer había conseguido aportar un punto de saludable emoción a una existencia que discurría entre la parsimonia y la languidez. Y ahí, parapetado entre sus libros, conservaba la agradable esencia de una aventura que aún lo mantenía vivo.  

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