Bartolina Sisa Vargas no es una figura simbólica; fue una dirigente aimara, estratega política y símbolo de la insurgencia anticolonial del siglo XVIII. Entre 1780 y 1782, junto a Tupac Katari, lideró el cerco a la ciudad de La Paz con más de 40 mil comunarios, hombres y mujeres, que desafiaron el dominio español. La historia documentada por Yan Maria Yaoyolotl (2015) recuerda que Bartolina fue torturada, arrastrada por caballos y ejecutada en 1782 sin delatar a sus compañeros, defendiendo hasta la muerte la soberanía de su pueblo. Su lucha no fue solo militar; fue una rebelión contra la triple opresión colonial, patriarcal y racial.
Si Bartolina mirara la Ley 348 Integral para Garantizar a las Mujeres una Vida libre de Violencia (2013), quizás vería en ella una conquista jurídica fruto de siglos de resistencia femenina. Reconocería que, por primera vez, el Estado boliviano, el mismo que antes legitimo el coloniaje y la opresión, asume la obligación de proteger la vida, la integridad y la dignidad de las mujeres (art. 15 de la CPE, 2009).
Sin embargo, su mirada insurgente no sería complaciente, quizás diría que una ley sin alma no puede transformar estructuras coloniales. El Informe “análisis de prevención de violencias hacia las mujeres desde el Estado y la sociedad civil, 2015-2020” (coordinadora de la Mujer- ARF, 2022) demuestra que la violencia sigue naturalizada, que solo 26 de 108 feminicidios en 2021 tuvieron sentencia, y que la ejecución presupuestaria promedio en prevención no supera el 15%. Bartolina advertiría que la norma protege, pero no sana; castiga, pero no repara.
Sisa comprendería que la Ley 348 encarna una voluntad moderna de justicia punitiva, pero aun distante del espíritu comunitario andino. Para ella, el derecho no podía ser solo castigo; debería ser restitución, equilibrio y memoria colectiva, Desde su cosmovisión, la violencia no era solo un acto individual, sino un desorden del tejido comunitario.
En su ética de Chacha-warmi -la complementariedad entre mujer y hombre-, la justicia se alcanzaba reparando vínculos, no rompiéndolos. Por eso, Bartolina probablemente invocaría la necesidad de integrar la justicia indígena originaria con la justicia penal moderna, superando la incompatibilidad que hoy la Coordinadora de la Mujer identifica entre ambas esferas jurídicas (ARF,2022).
Desde esa conciencia, reclamaría una ley que no solo sancione agresores, sino que descolonice las relaciones de poder entre Estado y pueblos originarios. Como una mujer que comando ejércitos en una época en la que el liderazgo femenino era impensable, demandaría que la ley 348 incorpore la voz de las mujeres indígenas, campesinas y afro bolivianas, no como beneficiarias simplemente, sino como constructoras de política pública.
Si hoy pudiera hablar, quizás, Bartolina Sisa vería la Ley 348 como una semilla en proceso de germinación, Reconocería su importancia, pero advertiría que sin espiritualidad sin comunidad y sin despatriarcalización real, la ley seguiría siendo un texto vacío, su legado nos recuerda que la justicia no nace del poder sino de la comunidad y que la memoria de las mujeres asesinadas -como la suya- es la raíz de la transformación.
Desde la memoria de Bartolina Sisa, la justicia no podía ser complaciente con el abuso ni permisiva con la impunidad. Ella entendería que la armonía solo es posible cuando se restablece el equilibrio quebrado por la violencia. En esa misma línea ética, la Ley 348 prohíbe toda forma de conciliación o mediación en casos de violencia contra las mujeres (art.46). No lo hace por rigidez, sino porque sabe- como sabia Bartolina- que la dignidad no se negocia, la justicia puede incluir dialogo y acompañamiento, pero nunca debe sustituir la verdad por el silencio. Solo cuando a ley se aplica con firmeza y humanidad, la memoria de Bartolina se convierte en presente y su lucha por la vida se transforma en política pública viva.
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