Octubre 25, 2025 -HC-

El diluvio que arrasó el reglamento


Jueves 23 de Octubre de 2025, 8:45am




El sábado pasado, en el estadio Real Santa Cruz, se escenificó un espectáculo que, más que evocador del deporte rey, pareció una alegoría de la decadencia institucional que asola al fútbol boliviano. Blooming y Bolívar, dos equipos históricos, se enfrentaron en un campo de juego que, por su estado anegado, evocaba más los lodazales de una trinchera que el césped de una cancha profesional. La pertinaz lluvia, lejos de ser un mero fenómeno meteorológico, se convirtió en el catalizador de una jornada que conjugó la imprudencia arbitral, la visceralidad de los protagonistas y la omisión de quienes debieron velar por la integridad del espectáculo.

El árbitro Jordi Alemán, investido del rol de garante del orden, se vio desbordado por las circunstancias desde el primer silbatazo. Su decisión de permitir el desarrollo del encuentro, pese a las condiciones impracticables del terreno, constituye una negligencia que trasciende lo técnico y se adentra en la falta de sentido común. En contextos donde el balón apenas logra desplazarse y los jugadores se ven compelidos a sortear charcos como si de obstáculos se tratase, la lógica deportiva se ve subvertida. La omisión de suspender el partido no solo vulneró el reglamento, sino que propició un escenario propenso al caos.

La tensión acumulada encontró su punto de ignición en una acción polémica: la omisión de un penal a favor de Bolívar. La jugada, que en condiciones normales habría sido objeto de revisión y ponderación, fue desestimada por Alemán con una ligereza que rozó la temeridad. Esta decisión, lejos de ser un error aislado, se inscribe en una cadena de desaciertos que terminaron por erosionar la autoridad del juez. La reacción del arquero Braulio Uraezaña, aunque desproporcionada, debe ser comprendida como síntoma de un sistema que no ofrece válvulas de escape racionales ante la injusticia percibida.

La gresca que sobrevino, con siete expulsiones —cuatro en Blooming y tres en Bolívar—, no fue sino la manifestación física de una implosión emocional colectiva. El campo de juego se transformó en un teatro de lo absurdo, donde las pulsiones primarias desplazaron a la táctica y la técnica. La estadística, que registra este encuentro como uno de los más sancionados en la historia del fútbol nacional, no alcanza a dimensionar el bochorno institucional que se vivió. La imagen proyectada al exterior, amplificada por medios internacionales, fue la de un fútbol que se debate entre la pasión y el descontrol.

Más allá del resultado —una victoria 1-2 para Bolívar—, lo que queda es una interrogante sobre la gobernanza del deporte: ¿Dónde estaban los comisarios técnicos? ¿Por qué no se activaron protocolos de suspensión? ¿Qué margen de discrecionalidad se le concede a un árbitro cuando la seguridad y la lógica del juego están comprometidas? Estas preguntas no pueden ser respondidas con evasivas ni con apelaciones al azar. Requieren una introspección profunda por parte de la Federación Boliviana de Fútbol y de los actores que componen el ecosistema deportivo.

El fútbol, en su esencia más pura, es una metáfora de la civilización: reglas, competencia, mérito y justicia. Cuando estos pilares se erosionan, lo que queda es una caricatura de sí mismo. El cotejo del sábado en la cancha de Real Santa Cruz fue, en ese sentido, una distopía futbolística. Como en las tragedias griegas, cada personaje cumplió su rol en la caída: el árbitro, como el demiurgo ciego; los jugadores, como héroes trágicos y el público como coro impotente ante el desenlace. La lluvia, omnipresente, fue el telón que cubrió una obra que jamás debió representarse.

Si algo debe rescatarse de este episodio, es la urgencia de repensar los protocolos de competición en Bolivia. No basta con sancionar a los protagonistas del desorden; es imperativo revisar las estructuras que lo permiten. La profesionalización del arbitraje, la implementación de tecnología, y la formación ética de los jugadores deben dejar de ser promesas y convertirse en políticas concretas. Solo así el fútbol podrá volver a ser lo que promete: un espacio de belleza, justicia y emoción legítima.

Con la resaca del bochorno aún impregnada en el imaginario colectivo, Bolívar emerge como el principal damnificado de cara a la recta decisiva del torneo todos contra todos. Las expulsiones de Daniel Cataño, Damián Batallini y Leonel Justiniano —jugadores neurálgicos en el esquema de Robatto— podrían traducirse en sanciones que oscilan entre tres y seis partidos, según estimaciones preliminares. Esta eventualidad no solo compromete la profundidad del plantel, sino que desarticula el equilibrio táctico que ha sostenido a La Academia en su pugna por el título.

De confirmarse dichas suspensiones, Bolívar afrontará con notables ausencias los duelos ante Aurora, Always Ready y The Strongest: tres escollos que no admiten concesiones. En un campeonato donde cada punto es una pieza del rompecabezas final, la merma de talento y liderazgo en el campo podría inclinar la balanza en momentos críticos. Robatto, obligado a reconfigurar su onceno sin margen de error, deberá apelar a la resiliencia estratégica para evitar que el eco de una noche desafortunada se convierta en el epitafio de sus aspiraciones.

En el epílogo de esta temporada convulsa, persiste una constante que mancilla la competitividad del fútbol boliviano: el arbitraje, convertido en el talón de Aquiles del espectáculo. Lejos de ser un problema técnico, se trata de un fenómeno estructural, donde intereses velados y conveniencias operativas privilegian la continuidad de algunos árbitros funcionales por encima de perfiles éticos y competentes. Así, el fútbol nacional se ve atrapado en un bucle de mediocridad arbitral que, año tras año, se reafirma como uno de los peores lastres del calendario deportivo.

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