Este 6 de agosto de 2025, Bolivia cumple 200 años como República. Dos siglos de historia que no transcurrieron con la tranquilidad de un sueño patriótico cumplido, sino más bien como una trama accidentada, intensa y muchas veces dolorosa. Nacimos al margen del consenso, como un proyecto que dividía más de lo que unía, producto del agotamiento del dominio colonial, pero también del cálculo de las élites regionales. Nuestro recorrido como nación ha estado marcado por guerras, caudillismos, golpes, revoluciones, retrocesos y nuevas esperanzas.
Cinco guerras internacionales, 190 golpes de Estado, dictaduras, crisis, exilios, revoluciones y periodos democráticos frágiles, han definido gran parte del siglo XX. En el XXI, transitamos entre la promesa de refundación y el desencanto de la polarización permanente. Nuestra democracia está viva, pero es vulnerable. Nuestras instituciones existen, pero no funcionan. Y nuestra economía, aunque más diversificada, sigue dependiendo de recursos que suben y bajan al ritmo del mundo.
Los indicadores son elocuentes: Bolivia ocupa uno de los últimos lugares en desarrollo económico, institucional y humano en América del Sur. Seguimos siendo un país mediterráneo, con limitada incidencia geopolítica y enormes brechas internas. La pobreza estructural, el desempleo, la informalidad, la baja calidad de la educación y la crisis de confianza en las autoridades son síntomas de una deuda histórica que aún no se salda. Y, sin embargo, aquí estamos. Dos siglos después, seguimos de pie.
La historia no nos ofrece consuelo, pero sí enseñanzas. En 200 años hemos probado casi todas las fórmulas de gobierno, desde la oligarquía hasta el populismo. Hemos creído en caudillos, en tecnócratas, en redentores y en revolucionarios. Hemos aprendido que los cantos de sirena conducen al desastre, que la demagogia suele ser el disfraz del autoritarismo, y que no hay profetas ni iluminados, solo políticos humanos, con defectos y virtudes.
También aprendimos que somos un país de iguales pero distintos. Bolivia no es homogénea, y su mayor fortaleza reside precisamente en esa diversidad. Venimos de mundos distintos, muchas veces enfrentados, pero cada vez más conscientes de que solos no vamos a ninguna parte. No siempre confiamos en el otro, pero sabemos que nos necesitamos. Y esa verdad incómoda, más que dividirnos, puede ser el cimiento de una convivencia madura.
Llevamos el pasado como una carga de símbolos, traiciones, glorias, y luchas inconclusas. Miramos el futuro con los ojos, y el pasado con el alma. Esa dualidad es parte de lo que somos. No es una debilidad: es una condición histórica. Y sobre esa base debemos construir.
Cumplir 200 años es un hito, pero lo verdaderamente decisivo serán los próximos 50. Lo que hagamos --o dejemos de hacer-- en este medio siglo, definirá si logramos cerrar nuestras brechas o si quedamos atrapados en una historia repetida de frustración. La próxima generación evaluará no lo que celebramos hoy, sino lo que hicimos después de este aniversario.
Tenemos que pensar Bolivia como un proyecto común. Eso implica diálogo, pero también decisiones difíciles. Inversión en educación, reforma del Estado, institucionalidad, incentivos a la innovación, responsabilidad común, respeto a la propiedad privada, inclusión social real, transparencia y sostenibilidad ambiental. Significa pasar de una economía rentista a una productiva. De una democracia electoral a una democracia con Estado de derecho. Y de una convivencia tensa a una ciudadanía compartida.
También significa dejar atrás la política de la revancha, del enemigo, del insulto fácil. La patria no se construye con odio ni con dogmas, sino con acuerdos, tolerancia y diálogo. Necesitamos menos discursos y más políticas públicas. Menos caudillos y más estadistas. Menos pasado y más futuro.
Bolivia ha sufrido, pero no se ha rendido. Ha sido humillada, pero no ha perdido la dignidad. Ha tropezado muchas veces, pero siempre se ha levantado. Esa resiliencia histórica, hecha de trabajo silencioso, solidaridad familiar y esperanza terca, es nuestra mayor riqueza. Somos un país que nunca se rinde. Que sigue soñando, incluso cuando todo parece en contra.
Ahora nos toca convertir ese temple en proyecto. Esa fuerza en estrategia. Ese sueño en realidad.
Los 200 años que hoy conmemoramos no deben ser vistos solo como un balance de cuentas pendientes, sino como el punto de partida de una nueva etapa. Una Bolivia que se sepa valiosa, que se reconozca en sus diferencias, que se mire con honestidad, pero también con ambición. No para conformarnos con sobrevivir, sino para atrevernos a vivir mejor.
¡Feliz Bicentenario, Bolivia!. Que la frustración del pasado nos dé claridad, que la fuerza el presente nos convoque a la acción, y que la esperanza del futuro nos encuentre más sabios, más unidos y más fuertes.
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