Uno de los cambios más significativos introducidos en la Constitución de 2009 fue la creación del Órgano Electoral Plurinacional (OEP), una entidad que, conceptualmente tiene jerarquía de poder público, aunque en la práctica está subordinada al Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Los redactores de la nueva Carta Magna, actuando bajo el principio de que para sostener el poder no se debe obtener más votos sino controlar al que los cuenta, establecieron que el alcance y competencias del OEP se definieran en normas de menor jerarquía que la CPE, y por lo tanto pudieran ajustarse en la Asamblea Legislativa o ser restringidos por el Órgano Judicial.
Limitado por apenas cinco artículos constitucionales, el Movimiento Al Socialismo, a través de su amplia mayoría parlamentaria, no tuvo problemas en imponer las leyes del Órgano Electoral Plurinacional, del Régimen Electoral, de la Distribución de Escaños y de Organizaciones Políticas, que le permitieron crear un sistema desequilibrado, diseñado para garantizarle la capacidad de influir en la participación de candidatos, la representación territorial, los resultados electorales y la configuración del poder político.
Con ese andamiaje normativo hecho a medida, el Tribunal Supremo Electoral (TSE), máxima instancia del OEP, fue progresivamente capturado, perdió su independencia y dejó de actuar como árbitro imparcial para convertirse en un actor político. Su dependencia presupuestaria respecto al Ejecutivo profundizó su ineficiencia e impidió la implementación de tecnologías y procedimientos que le aseguren transparencia y confiabilidad.
A 16 años de su creación, y tras más de una decena de elecciones nacionales, el TSE no ha logrado consolidar ni legitimidad, ni solvencia técnica, ni autoridad para garantizar el derecho ciudadano a participar libremente en la construcción del poder político. Las inhabilitaciones selectivas de candidatos opositores, la permisividad frente al uso de recursos públicos en campaña, la opacidad en el conteo de votos y las persistentes dudas sobre el padrón electoral son síntomas de una institución profundamente debilitada, auque su actuación durante la crisis de 2019 y su inacción frente a la prórroga inconstitucional de las autoridades judiciales en 2024, son ya evidencias de un colapso institucional.
Su precariedad se evidenció aún más en el actual proceso preelectoral cuando tuvo que pedir el compromiso de actores políticos, el Órgano Judicial y gobierno para garantizar unas elecciones que debieran depender exclusivamente de su autoridad. Pero, además, se patentiza en una campaña prematura sobre la que ya no tiene control, en su incapacidad para garantizar el voto en el exterior, y en los serios problemas de gobernanza interna que le ha impedido elegir a su presidencia.
El OEP ya no solo enfrenta sospechas de parcialización, sino que adolece de una debilidad estructural que le dificulta asegurar elecciones limpias y confiables. Bolivia corre el riesgo de que las reglas, los actores y los resultados de los próximos comicios sean definidos no por el Tribunal Electoral, sino por magistrados autoprorrogados, ministros, jueces, jefes políticos o dirigentes sindicales.
Frente a esta situación, es urgente que la ciudadanía organizada asuma un rol vigilante y activo para exigir que el proceso electoral se realice con legalidad, imparcialidad y transparencia. Está en juego no solo la democracia, sino la estabilidad institucional, económica y social del país.
Más allá del momento coyuntural, es evidente que el país necesita una reforma estructural profunda en el sistema electoral, que recupere los principios de igualdad, racionalidad, autonomía y sostenibilidad y que incluya la revisión integral de las leyes electorales; la recuperación de la autonomía institucional del OEP y su independencia presupuestaria; procesos transparentes y meritocráticos para la designación de autoridades electorales; auditorías técnicas al padrón y al sistema de transmisión rápida de datos; y un mecanismo permanente de observación ciudadana con legitimidad multisectorial.
Fortalecer la independencia, la transparencia, la fiabilidad y la eficiencia de la institución electoral no es una mera cuestión técnica, sino un imperativo democrático. Requiere un compromiso firme de todos los actores políticos y de la sociedad civil para impedir su manipulación, garantizar la rendición de cuentas en cada etapa del proceso y adoptar las mejores prácticas y tecnologías para asegurar que cada voto cuente y sea contado de manera justa y verificable.
Debemos entender que la democracia se sostiene sobre elecciones competitivas, limpias y confiables. El voto no es solo un derecho: es un acto político que debe ser protegido desde su emisión hasta su escrutinio final. Esa es responsabilidad del Órgano Electoral, pero hoy, más que nunca, garantizarlo es tarea de todos los bolivianos.