En los momentos de crisis institucional y vacío de liderazgo, siempre surgen figuras que buscan encarnar la promesa de renovación. En Bolivia, esa tentación se repite con una frecuencia casi predecible. Hoy, uno de esos personajes es Jaime Dunn, un economista que intenta posicionarse como una novedad política, e inclusive como un actor antisistémico: ir en contra del modelo estatista y populista del Movimiento Al Socialismo (MAS). Sin embargo, una mirada más rigurosa a su trayectoria, su discurso y sus procesos coactivos pendientes con la Contraloría General del Estado (CGE), sugiere que no estamos frente a una figura emergente, ni mucho menos virginal, sino ante un operador político de “segunda línea” que ahora intenta camuflar su pasado bajo un discurso reformista y grandilocuente.
La estrategia tampoco es nueva. En el Ecuador de los años noventa, Abdalá Bucaram encarnó el populismo excesivo, el escándalo y el circo político. Dunn representa algo distinto, pero igualmente engañoso: no hace piruetas ni canta en tarima, pero se presenta como “la novedad o la novia no tocada por nadie”, cuando, en realidad, fue parte del mismo engranaje que ahora denuncia. Su historia recuerda más bien a la del protagonista de la película Todos los hombres del rey (2006), basada en la novela de Robert Penn Warren, donde un político populista asciende al poder prometiendo limpieza y cambio, pero arrastrando consigo una historia de compromisos oscuros, lealtades oportunistas y ambición disfrazada de servicio que termina cometiendo los peores delitos. En política, Dunn puede representar el remedio que resulta peor que la enfermedad.
Durante los años 2000, Jaime Dunn fue un operador económico vinculado al Plan Progreso del ex prefecto José Luis Paredes y, posteriormente, trabajó en la Alcaldía de El Alto como un burócrata más que no aportó nada, sino que incurrió en deudas pendientes, además de haber sido parte de la Nacional Financiera Boliviana (NAFIBO) y fungir como asesor durante gestiones próximas al MAS. Lejos de ser un advenedizo, Dunn es parte de los engranajes dentro del aparato estatal y del sistema político, que hoy denuncia como ineficiente y corrupto. Tiene 31 procesos coactivos, de los cuales recibió un “certificado de información sobre solvencia” para 18 casos. No hay nada respecto a otros 13 procesos pendientes. Si las deudas con el sector público son “sagradas”, así como el pago de impuestos, entonces Dunn es un verdadero hereje y, al mismo tiempo, una amenaza contra el Estado.
En diferentes funciones como burócrata tradicional, Dunn no fue una figura técnica neutral, sino un actor político-administrativo encargado de los flujos de recursos, de contratos y de gestiones financieras clave. Desde varias posiciones, operó como agente financiero y articulador de pequeñas redes internas de poder. Si uno sigue la regla de oro del periodismo de investigación –follow the money (sigue la cola del dinero)–, la huella de Dunn no está en los márgenes del poder, sino en sus entrañas: manejó fondos, autorizó pagos, negoció presupuestos. No fue espectador, sino parte de la maquinaria que ahora está anquilosándose.
Su disfraz de reformista no tiene solidez. En los últimos cinco años, Dunn ha construido una narrativa de “técnico rebelde”, crítico del modelo económico boliviano y enemigo del estatismo. Quiere mostrarse como un economista perspicaz, defensor de un nuevo liberalismo y azote de la mediocridad populista. Pero el problema no está en su discurso (que, en ocasiones, puede ser pertinente), sino en su falta de coherencia con su propio historial.
Presentarse como “alternativa”, sin reconocer el rol jugado dentro del sistema, es una forma de impostura. No basta con denunciar los males del pasado, si uno ha sido partícipe, aunque sea desde posiciones intermedias. Un auténtico líder innovador, no proviene del corazón de la administración pública, ni ha hecho carrera entre las sombras del poder. Es más, un verdadero reformador comienza por hacer “autocrítica”, lo cual no sucederá en el caso de Jaime Dunn.
Lo más preocupante del fenómeno Dunn no es su ambición, legítima en toda democracia, sino la posibilidad de que su figura se convierta en un nuevo espejismo electoral. En un país hastiado por la corrupción, el caudillismo y el deterioro económico, el riesgo es que los ciudadanos abracen a cualquier figura con aires de novedad, sin examinar su expediente completo. En última instancia, Jaime Dunn no es un líder creativo, sino un viejo burócrata reciclado. Su ascenso no es una ruptura con la vieja política, sino una mutación de ella. En su caso, la novedad es, únicamente, una estrategia de marketing que el país no necesita.
El drama en Bolivia, como lo sugiere la historia de otra película: Todos los hombres del presidente (1976), no está en la falta de escándalos, sino en la capacidad de ciertos actores para sobrevivirlos, reinventarse y volver al ruedo sin rendir cuentas. El verdadero cambio no vendrá de los reciclajes con buen discurso, sino de una ciudadanía crítica, capaz de mirar más allá del maquillaje retórico.
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