La rápida escalada de la crisis económica en Bolivia ha tenido hasta ahora respuestas desordenadas, parciales y poco efectivas por parte del gobierno. Medidas como la comercialización directa de dólares por el Banco Central, la venta de reservas de oro, los límites a las comisiones bancarias, el aumento de las subvenciones alimentarias, la liberación de las importaciones de carburantes, entre otras, han sido insuficientes para impedir que la inflación real supere el 50%, que la brecha cambiaria alcance más del 100% y que la escasez de combustibles sea permanente.
Ante sus constantes fracasos, el gobierno está avanzando de manera progresiva, hacia una política de racionamiento y control de compras de alimentos y combustibles mediante cupos y restricciones en las ventas que, de generalizarse, podrían llevar al país a un proceso de destrucción del aparato productivo y sometimiento indigno de la ciudadanía.
La más regresiva de estas medidas ha sido la prohibición de exportar granos de soya y productos cárnicos, aunque no es la única. En Cochabamba ya se ha instruido la venta limitada de combustibles hasta Bs 100 por usuario, con requisitos arbitrarios, y la carga en bidones es autorizada individualmente por la ANH. Asimismo, en varias ciudades, la venta de aceite se ha restringido a dos litros por persona, previa presentación de la cédula de identidad; la comercialización de arroz subvencionado se realiza en puntos móviles y ya no en supermercados; y se exige una guía de movimiento para exportar alimentos. Además de estas medidas restrictivas, la población debe realizar largas colas que, en el caso de los automóviles, pueden durar hasta tres días y alcanzar varios kilómetros; y en la compra de ciertos comestibles, prolongarse por centenas de metros y durar hasta 18 horas.
Estas medidas no son nuevas. En contextos de crisis extrema, escasez de bienes esenciales e hiperinflación, se incrementan los delitos como el acaparamiento, el contrabando o la especulación de precios, y los Estados ineficientes, con débil institucionalidad, tienden a intervenir drásticamente en el mercado, aplicando acciones de racionamiento de alimentos, energía, medicamentos, combustibles y otros bienes esenciales, para intentar controlarlos.
En Venezuela, por ejemplo, se implementó una tarjeta de racionamiento biométrica que establecía límites de compra semanales en supermercados, farmacias y otros comercios. Además, se introdujeron cupos para la carga de gasolina y controles por cédula de identidad para adquirir medicinas y productos de higiene. En Nicaragua, se implementaron tarjetas de venta controlada y persisten restricciones en el acceso a electricidad, combustibles y medicinas. En Argentina, antes del gobierno de Javier Milei, se aplicaron controles de precios, se restringieron importaciones de productos esenciales y se fijaron cupos para los importadores. En Cuba, la libreta de abastecimiento —vigente desde hace décadas— asigna mensualmente raciones limitadas de alimentos y productos básicos por persona.
Las medidas de racionamiento no resuelven las causas estructurales de una crisis, ni siquiera la administran correctamente. Funcionan como paliativos momentáneos para ganar tiempo, pero raramente sientan las bases para una solución de fondo. Sin una estrategia de reactivación de la producción, estabilización macroeconómica y reconstrucción de la confianza, el racionamiento, lejos de mejorar la situación, agrava la pobreza, fomenta la corrupción, aumenta el caos y promueve la conflictividad social.
Sin excepción, estas políticas distorsionan los mercados, provocan escasez de productos, generan sobreprecios en el mercado informal, desalientan la inversión privada y aceleran el deterioro de los servicios públicos. Cuando no se abordan las causas estructurales —como el desequilibrio fiscal, la debilidad institucional o el populismo económico—, se impide el acceso a bienes esenciales, se acelera la pérdida de valor de la moneda y se normaliza la precariedad como forma de vida. Sin controles eficaces, los cupos solo empoderan a los burócratas y profundizan la desigualdad que supuestamente buscan reducir.
El Estado tiene la responsabilidad de garantizar el acceso a bienes esenciales en tiempos difíciles, pero debe hacerlo sin destruir los incentivos a la producción ni asfixiar al sector privado. Lo esencial es generar condiciones para que los mercados funcionen con reglas claras, previsibles y justas, y que los ciudadanos puedan acceder a lo básico sin depender de una tarjeta, una fila interminable o un código QR.
Nadie se opone a combatir el contrabando, el agio y la especulación. Pero hacerlo mediante cupos arbitrarios y racionamientos generalizados perjudica a todos y solo beneficia a quienes los administran. Si permitimos que en Bolivia estas prácticas se normalicen, estaremos caminando a paso firme hacia el mismo modelo de miseria que ya ha fracasado en tantos otros países.
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