Los resultados de las últimas elecciones presidenciales en Bolivia no deberían sorprendernos. Las promesas de campaña respondieron a lo que el electorado quería escuchar: la continuidad de un modelo vigente desde hace dos décadas, basado en el asistencialismo. No entendido como una política social transformadora, sino como un mecanismo para garantizar beneficios a grupos "vulnerables" y, con ello, su fidelidad política.
En nuestro país, el asistencialismo se ha convertido en un instrumento político que canaliza recursos estatales hacia sectores empobrecidos, no con el fin de resolver problemas estructurales como la pobreza o la desigualdad, sino para asegurar lealtades, mantener la cohesión social y garantizar votos.
Este fenómeno no es exclusivo del Movimiento al Socialismo (MAS). Uno de los primeros antecedentes que marcó la instauración del asistencialismo como herramienta política fue la creación de bonos estatales, iniciada por Gonzalo Sánchez de Lozada —durante el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR)— con el Bono Solidario (Bonosol), dirigido a personas de la tercera edad. Más adelante, Evo Morales lo rebautizó como Renta Dignidad y lo complementó con otros bonos orientados a distintos sectores sociales. Incluso Jeanine Áñez, en su breve mandato, recurrió al asistencialismo otorgando bonos durante la pandemia, en un contexto de profunda crisis económica que afectaba a la población más vulnerable.
Estas medidas, sin duda, han generado respaldo político. Convirtieron a sectores enteros de la población en dependientes del Estado, más que en titulares de derechos, y han contribuido al fortalecimiento electoral de quienes las promueven.
A este modelo asistencialista se sumó la entrega de bienes, infraestructuras, vehículos y recursos para obras a grupos organizados, comúnmente conocidos como movimientos sociales, quienes “representaban” a los beneficiarios de estas políticas. Si bien estas acciones pueden tener impactos positivos, con frecuencia desdibujan el verdadero propósito del asistencialismo: brindar apoyo a personas o grupos vulnerables en situación de desprotección, actuando como un puente entre sus necesidades básicas y la acción del Estado o la sociedad, con el objetivo de mitigar la miseria y reducir las desigualdades. En el caso boliviano, este enfoque debilitó las iniciativas ciudadanas independientes y obstaculizó la construcción de políticas públicas sostenibles a largo plazo.
Cuando el asistencialismo se convierte en un fin en sí mismo, deja de ser una vía hacia el desarrollo y se transforma en un círculo vicioso. Los programas de ayuda pierden su carácter de justicia social y se convierten en instrumentos para captar apoyo electoral, fortalecer la imagen del partido gobernante y perpetuar su control.
Es cierto que la entrega de bienes y servicios genera cohesión social, especialmente entre quienes se sienten olvidados por el Estado. Sin embargo, cuando esta cohesión se basa en la dependencia y no en el empoderamiento, resulta insostenible y profundamente limitante.
El problema no radica en la ayuda en sí, sino en el modo y el propósito con el que se otorga. Cuando el gobierno centraliza la distribución de los recursos, concentra el poder, silencia la crítica. Lo que debería ser una garantía de derechos se convierte en una herramienta de dominación.
Este asistencialismo mal concebido produce un fuerte paternalismo estatal. Los beneficiarios pasan de ser sujetos de derechos a simples receptores pasivos de ayuda. Su rol como ciudadanos activos se diluye, y se les estigmatiza por requerir asistencia, cuando en realidad esa necesidad evidencia una deuda histórica del Estado con sus sectores más postergados.
Algunas posturas sostienen que, lejos de combatir la pobreza, el asistencialismo la perpetúa, al fomentar la dependencia del Estado y desincentivar la iniciativa personal y el esfuerzo emprendedor. Encadena a la población a un sistema de subsidios que limita su libertad y su capacidad de progreso autónomo.
Otras formas de asistencialismo, están en las subvenciones a carburantes, alimentos o servicios, si bien pueden tener efectos positivos si están bien diseñadas, también pueden reproducir patrones de dependencia.
El asistencialismo debería ser solo un primer paso, un puente hacia políticas de desarrollo sostenible que generen empleo digno, educación de calidad y acceso equitativo a oportunidades. No obstante, en Bolivia —y en muchos países de la región— se ha convertido en un atajo populista, una forma de mantener la pobreza mientras se vende la ilusión de progreso.
Salir del asistencialismo no será fácil ni rápido. Implica rediseñar un pacto social, fortalecer las capacidades ciudadanas y construir un Estado que empodere, en lugar de controlar. Sin embargo, mientras las propuestas políticas se centren en aumentar bonos y subvenciones sin una visión a largo plazo, el ciclo continuará.
Hoy más que nunca, necesitamos una ciudadanía crítica que se pregunte: ¿queremos un Estado que acompañe nuestro desarrollo o uno que nos mantenga dependientes?
La respuesta a esa pregunta definirá el futuro del país.
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