La segunda vuelta en Bolivia, el próximo 19 de octubre, no solamente definirá quién asume la presidencia, sino también cómo se construye la gobernabilidad en un contexto donde los riesgos de fragmentación política y el retorno encubierto del MAS al aparato estatal, son reales.
En un país cuya polarización se instaló como práctica de la vida pública, la experiencia comparada puede ofrecer algunas lecciones útiles. Si bien la crisis institucional, económica y política es profunda, Bolivia no debe caer en el desánimo porque otros países y conflictos mucho más destructivos, llegado el momento, lograron ser superados gracias a la estabilidad de las instituciones democráticas.
Por ejemplo, en 1994, Sudáfrica vivió un proceso histórico cuando Nelson Mandela y el Congreso Nacional Africano (ANC) alcanzaron la victoria en las primeras elecciones democráticas después del apartheid. Sin embargo, el ANC no obtuvo mayoría absoluta en el Parlamento, lo que obligó a instalar un “gobierno de unidad nacional” con fuerzas adversarias como el Partido Nacional, de Frederick W. de Klerk (el partido de blancos segregacionistas) y el Partido de la Libertad Inkhata (IFP), de Mangosuthu Buthelezi, otro líder negro muy influyente pero duro adversario del mismo Mandela.
El escenario en Sudáfrica de los 90, era altamente polarizado y muy proclive a la guerra civil, lo cual conducía hacia un riesgo evidente de violencia étnica y política. La respuesta de Mandela no fue excluir, ni tampoco aplastar al adversario, sino ampliar las bases de la legitimidad institucional mediante acuerdos de gobernabilidad. Así, el ANC, aun siendo el actor principal, entendió que el nuevo Estado requería de equilibrios institucionales, personales, pactos y una narrativa de reconciliación que neutralizara los temores de todas las partes, sobre todo el miedo a la llegada de una guerra civil muy cruel.
La estimación sobre la tenencia de armas por persona en Sudáfrica, alrededor de 1994, según el Small Arms Survey y otros estudios especializados, señala que existían cerca de 7 millones de personas con armas. Hacia mediados de 1999, se calculó que los civiles poseían, aproximadamente, 4,5 millones de armas de fuego. La población sudafricana, en ese momento, rondaba los 40 a 45 millones, lo que sugiere una tasa de aproximadamente 10 a 11 armas por cada 100 personas, de acuerdo con Human Rights Watch.
Aunque no existe una cifra exacta, se sabe que entre 1994 y 1999 se otorgaron más de 1,1 millones de licencias de armas a civiles, lo que indicaba un fácil acceso a rifles y pistolas automáticas durante ese periodo. Para 1999, fuentes como las Naciones Unidas, sugirieron que había cerca de 4 millones de armas registradas legalmente, junto con 2 millones de armas en manos ilegales, sumando unos 6 millones en total.
Para el año de las elecciones presidenciales de 1994, las estimaciones indicaban que la tenencia de armas per cápita, estaba alrededor de 13 por cada 100 personas durante la llegada de Mandela al poder, una proporción muy alta en el contexto africano, impulsada por el temor a que explotara una guerra civil. Mandela manejó muy bien el enfrentamiento fratricida y optó por la concertación democrática, incluso con los segregacionistas del apartheid.
En Bolivia, el desafío es distinto, pero análogo, en su esencia. La segunda vuelta traerá consigo tensiones entre bloques políticos que, difícilmente, reflejarán una hegemonía sólida y la violencia en las calles podría retornar, por medio de conflictos intolerantes. Entonces, se tendría que configurar un gobierno que necesite concertar con diversas fuerzas democráticas, en un contexto donde el MAS conserva todavía redes clientelares y un aparato enquistado en la burocracia estatal. El riesgo es doble; por un lado, que la concertación se perciba como debilidad y abra las puertas a una recolonización institucional del MAS; por otro, que la falta de acuerdos derive en un gobierno débil, incapaz de avanzar en las reformas económicas, sociales e institucionales, que son imprescindibles.
La lección de Sudáfrica muestra que la clave está en “construir consensos firmes”, sin renunciar a la dirección democrática del nuevo gobierno. Mandela entendió, estratégicamente, que la reconciliación no equivalía a la “impunidad del apartheid”, sino a la creación de un nuevo contrato político donde las minorías se sintieran representadas, pero bajo reglas democráticas claras.
En el caso boliviano, la concertación debe orientarse hacia un pacto de transición democrática que cierre el ciclo del populismo autoritario del MAS, pero, al mismo tiempo, evite los fantasmas del bloque popular de izquierda antidemocrática. No se trata de gobernar con exclusiones tajantes que fortalezcan el victimismo de Evo Morales y su núcleo duro, que deben responder a la justicia, tarde o temprano, sino de neutralizar sus redes clientelares mediante una política de transparencia, control institucional y renovación administrativa del Estado.
El riesgo de que la opinión pública caiga en el temor de un retorno al pasado, es verdadero. El MAS alimentará la narrativa de que cualquier intento de desplazarlos del Estado es un “retorno al pasado neoliberal” o una “cacería política”. Para contrarrestar esta estrategia, el futuro gobierno debe promover una comunicación clara, pedagógica y democrática, que indique a la ciudadanía que la concertación no significa la cooptación del viejo aparato, sino un mecanismo de gobernabilidad legítima y orientada al bien común.
No hay que desesperarse, sino exigir una nueva gobernabilidad concertada. La experiencia sudafricana de 1994 enseña que, incluso en sociedades atravesadas por polarizaciones profundas, es posible diseñar un pacto de convivencia democrática que supere los temores colectivos de violencia extrema, e inclusive de guerra civil. Para Bolivia, la tarea será evitar que la concertación derive en un regreso velado del MAS al poder y, simultáneamente, garantizar que la pluralidad política se exprese en un gobierno de transición, capaz de reconstruir la institucionalidad y proyectar un horizonte de futuro más allá de la confrontación estéril. Esto deben meditarlo, con altura y madurez política, tanto Rodrigo Paz como Jorge Quiroga.
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