Las llamadas medidas de shock que hoy exhiben algunos países vecinos solo han empobrecido a sus pueblos, provocando hambre, desempleo y un éxodo de compradores que abarrotan las fronteras bolivianas buscando alimentos hasta 50% más baratos, mientras el modelo boliviano —pese a tensiones políticas internas— ha seguido protegiendo a los más vulnerables con crecimiento, reservas fortalecidas y menor desigualdad; por eso, en lugar de copiar ajustes que solo benefician a élites y cargan la deuda sobre los pobres, el verdadero desafío es impulsar cambios estructurales que atraigan inversión productiva en nuestras materias primas estratégicas, para diversificar la economía y sostener un desarrollo con justicia social.
En el discurso de los liberales opositores se insiste en que el modelo económico boliviano “no sirve”, pero para sostener semejante afirmación es necesario acudir a los antecedentes y analizar con rigor si realmente el modelo está desgastado o si, por el contrario, mantiene la solidez suficiente para garantizar su continuidad.
Entre estos antecedentes, no se puede ignorar que durante dos años y medio el país estuvo sometido a un intenso ataque político, en el que el evismo entregó municiones a una oposición carente de propuestas, que utilizó el Parlamento para bloquear leyes estratégicas, atentando contra la población al hacer política con los bolsillos y el estómago de la gente. Posteriormente, estos mismos actores se lanzaron a las carreteras a bloquearlas. Solo en 2024, se estima que el país perdió alrededor de 4.500 millones de dólares y registró una inflación del 9,97%. Para 2025, la extrema politización ya había generado un efecto de arrastre en la economía, llevando la inflación a un 9,81%, según distintos organismos internacionales, que en todos sus informes coinciden en señalar que el principal factor detrás de este índice inflacionario ha sido precisamente la inestabilidad política.
Así, la política se convirtió en un arma para dañar la gestión económica y sembrar en la población el espejismo de que el modelo está obsoleto, cuando los indicadores macroeconómicos muestran lo contrario. En 2024, Bolivia registró un crecimiento del PIB del 2,7%, mientras que las Reservas Internacionales Netas crecieron en 642 millones de dólares, alcanzando los 2.619 millones. Además, hasta abril se pagó el 35% del servicio de la deuda externa (unos 538 millones de dólares) y se destinaron aproximadamente 650 millones para la importación de carburantes. A esto se suma que el índice de Gini, que mide la desigualdad, se ubicó en 0,43 (cuanto más se aleja del 1, menor es la desigualdad), el PIB nominal llegó a 47.000 millones de dólares y el PIB per cápita se situó en 3.558 dólares. También es relevante destacar que los depósitos y créditos en el sistema financiero crecieron por encima del 5%, mostrando confianza en la moneda nacional.
A la luz de estos datos, cabe preguntarse: ¿es verdad que el modelo económico no protege a las clases más vulnerables? ¿Está realmente desgastado? Observemos, por ejemplo, cuánto cuestan los alimentos en Bolivia comparado con países vecinos, y cómo nuestro país sigue garantizando precios bajos en productos esenciales, con una tendencia incluso a la baja.
Miremos lo que sucede en las fronteras bolivianas, donde miles de peruanos y argentinos llegan cada día en busca de alimentos. Allí se revela el “milagro económico” y los famosos “ajustes” o “medidas de shock” —la “motosierra”— implementados en naciones vecinas. Esa ironía es palpable: el supuesto milagro de Milei se traduce en fronteras abarrotadas de argentinos con hambre que cruzan para comprar alimentos en Bolivia, generando un problema adicional para nosotros al desabastecer el mercado interno.
¿Por qué pasa esto? Porque en los países que nos rodean, la gente pasa hambre a causa de políticas que no contemplan el bienestar ciudadano, sino que responden a la mezquindad de élites políticas y empresariales que entienden el bienestar como privilegio exclusivo del Estado y de los dueños de los medios de producción, mientras trasladan la carga de la deuda pública a las mayorías empobrecidas.
En definitiva, los datos muestran que el modelo boliviano, con todos sus desafíos y tensiones, ha seguido protegiendo a los sectores más vulnerables y sosteniendo la economía popular. La verdadera discusión debería ser cómo blindar y perfeccionar este modelo frente a una oposición que prefiere el caos político y el experimento económico de manual, antes que un desarrollo con justicia social.
¿Qué pasa en nuestras fronteras?
En los últimos meses, los pasos fronterizos entre Bolivia y sus vecinos se han convertido en un testimonio viviente de la crisis económica que atraviesan países como Argentina y, en menor medida, Perú. En lugares como Villazón, que conecta con La Quiaca (Argentina), se observa un incesante flujo de compradores que cruzan diariamente para abastecerse de productos básicos mucho más baratos del lado boliviano. Solo en enero se registró el ingreso de unos 1.500 argentinos por día, pero en febrero la cifra se duplicó superando los 3.000 ingresos diarios, en su mayoría con la Tarjeta Vecinal Fronteriza que facilita el tránsito sin mayores controles.
El atractivo de Bolivia radica, principalmente, en sus precios.
Por ejemplo, un kilo de arroz boliviano cuesta cerca de un 50% menos que en Argentina, donde ronda los $1.700 pesos argentinos. Lo mismo ocurre con otros alimentos esenciales, desde la harina hasta el aceite. Esta diferencia se amplía cuando se toma en cuenta el tipo de cambio: en Bermejo, por cada 100 pesos argentinos se obtienen cerca de 0,92 bolivianos, lo que vuelve todavía más ventajoso comprar en Bolivia. Este fenómeno no se limita a productos de primera necesidad; incluso neumáticos para automóviles se consiguen desde $45.000, lo que resulta considerablemente más económico que en mercados argentinos.
La situación genera impactos que trascienden lo económico.
En Aguas Blancas (Salta) y Bermejo (Bolivia), las largas filas de argentinos no solo buscan alimentos, sino también calzado, ropa y tecnología, alimentando un comercio informal que se estima alcanza el 50% en algunas provincias argentinas. Este contrabando hormiga —compras minoristas que luego son revendidas sin tributar impuestos— debilita la recaudación fiscal, reduciendo los recursos disponibles para servicios básicos como salud y educación en Argentina, según denuncian empresarios locales.
Pero no solo el norte argentino evidencia esta realidad.
En Mendoza, la Federación Económica expresó su alarma ante el creciente número de tours de compras hacia Chile, donde la diferencia cambiaria y la menor carga tributaria hacen que la indumentaria, tecnología y pequeños electrodomésticos sean mucho más accesibles. Este flujo no solo abastece el consumo personal, sino que también se traduce en contrabando informal que, luego, alimenta ferias y ventas por redes sociales, ejerciendo una competencia desleal que amenaza la subsistencia de las PYMES locales.
Mientras tanto, en Bolivia la pregunta es inevitable:
¿Está el modelo económico boliviano tan deteriorado como dicen algunos críticos internos? Lo cierto es que, pese a presiones inflacionarias derivadas de factores políticos y bloqueos, el país mantiene un mercado interno con alimentos accesibles y precios estables comparados con la región. Esto convierte a Bolivia, paradójicamente, en un polo de atracción para ciudadanos de economías vecinas golpeadas por ajustes severos y devaluaciones, un espejo en el que también conviene mirarse para entender los riesgos de sacrificar la estabilidad social y el consumo popular en el altar de recetas que solo benefician a una minoría.
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