El reloj climático no espera. Con el umbral de calentamiento global de 1,5 °C en puertas, el mundo encara un dilema urgente: ¿podemos aún frenar la catástrofe o hemos pasado ya el punto de no retorno? La ciencia es tajante: si queremos mantener viva esa posibilidad, las emisiones netas de CO₂ deben disminuir un 45 % respecto a 2010 antes de 2030, y lograr la neutralidad hacia 2050.
Pese a esa alerta, la realidad es menos alentadora. Este año, por primera vez, la temperatura media global superará de forma sostenida los 1,5 °C por encima de niveles preindustriales, una señal roja que confirma que el cambio climático ya no es una amenaza lejana, sino una crisis activa. Además, 25 de los 35 indicadores vitales del planeta están en peligro, según científic@s de todo el mundo. Esto significa que el margen de maniobra se estrecha: reducir emisiones es un imperativo, no una opción.
La ONU exige a las grandes potencias cortar un 9 % anual en combustibles fósiles y un total del 43 % en cinco años para protegernos del colapso climático. Sin embargo, el mundo continúa aferrado a los combustibles fósiles, y los avances hacia las energías limpias aún son lentos y tímidos.
En Bolivia, se han realizado algunos avances. La puesta en marcha de las plantas solares de Oruro y Uyuni, junto con los parques eólicos en Santa Cruz y Potosí, ha permitido que más del 30 % de la electricidad provenga ya de fuentes renovables, con la meta de alcanzar el 75 % en 2025. También se han impulsado proyectos hidroeléctricos de mediana escala y la primera planta piloto de hidrógeno verde en el altiplano, una apuesta por tecnologías que podrían marcar el futuro energético del país. Además, en 2023 se aprobó un reglamento para la creación de un mercado nacional de bonos de carbono, con el objetivo de financiar iniciativas de reforestación y eficiencia energética, y se ha iniciado la electrificación del transporte público en ciudades como La Paz y Cochabamba.
Pero estos avances conviven con una contradicción flagrante: el mismo Estado que promueve energías limpias mantiene vigentes normas como la Ley 741 y el Decreto Supremo 3973, que flexibilizan el uso del fuego para “ampliar la frontera agrícola”, autorizando desmontes y quemas controladas que en la práctica se traducen en incendios masivos. Solo en 2024, más de dos millones de hectáreas fueron arrasadas por el fuego, buena parte de ellas en áreas de bosque primario y reservas protegidas. Esta política, presentada como motor de desarrollo agroindustrial, es en realidad una máquina emisora de CO₂ que anula, en términos climáticos, gran parte de los beneficios obtenidos con las energías renovables.
La contradicción es estructural: no se puede hablar de descarbonización real mientras se destruyen ecosistemas que son sumideros naturales de carbono. Alcanzar la neutralidad climática para 2050 exigirá no solo energías limpias, sino también una política de deforestación cero, restauración de bosques degradados y una reforma profunda del marco legal que hoy incentiva la quema de la Amazonía y el Chaco boliviano.
Alcanzar la neutralidad climática para 2050 exigirá una inversión anual equivalente al 10 % del PIB boliviano, así como una transformación profunda en sectores como la minería, la agroindustria y el transporte, que siguen dependiendo en gran medida de combustibles fósiles. La transición no puede ser solo tecnológica: requiere cambios culturales, voluntad política y una ciudadanía que exija coherencia y transparencia en las políticas ambientales.
¿Estamos a tiempo para la descarbonización? La respuesta es sí, pero solo si actuamos con urgencia, decisión y equidad. Las señales científicas alertan que el margen se reduce aceleradamente, pero también muestran que una transición energética sostenible y económicamente viable es posible. Bolivia tiene el potencial: sol, viento, agua, hidrógeno, pero se requiere de una ambición institucional creciente. Además necesitamos más: políticas claras, inversiones estratégicas, coordinación regional y abrir la discusión a una agenda que integre justicia ambiental, soberanía tecnológica y desarrollo inclusivo.
El tiempo corre. Las decisiones que se tomen hoy definirán si estamos construyendo un futuro con vida o firmando la lápida del planeta que aún habitamos.
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