Durante demasiados años, Bolivia vivió bajo lo que muchos ya llamamos sin rodeos un Estado tranca. Un Estado que, en vez de impulsar el desarrollo, lo frenó de forma deliberada. Que optó por la sospecha antes que por la cooperación, por la burocracia antes que por la eficiencia, por la ideología antes que por la producción. Ese enfoque tuvo un costo altísimo: hoy enfrentamos la peor crisis económica de nuestra historia democrática.
El diagnóstico es duro y no debe suavizarse: no hay dólares, pero tampoco bolivianos. El sector público atraviesa una crisis de liquidez generalizada. El país perdió capital humano técnico, erosionó instituciones regulatorias y dejó envejecer proyectos estratégicos sin generar reemplazos. A ello se suma una estructura de precios distorsionada, que agotó nuestros recursos en nombre de una falsa estabilidad, y un dato que debería ser el centro de toda preocupación: casi la mitad de los bolivianos vive en pobreza.
Sin embargo, en el peor momento, el empresario y emprendedor boliviano mantuvo la responsabilidad que el Estado abandonó. Dialogó, propuso, buscó soluciones. Pero recibió, en lugar de apertura, desconfianza; en lugar de puentes, muros. Esa relación fracturada y a veces hostil explica por qué la economía dejó de crecer y por qué la inversión se desplomó. Esa dinámica se ha acabado.
Lo que comienza es una relación completamente distinta entre el Gobierno y la familia productora y trabajadora, basada en compromisos explícitos, medibles y compartidos. No se trata solo de un cambio de tono; se trata de un cambio estructural en la manera de concebir el desarrollo económico.
Abrir, estabilizar y construir juntos
El nuevo enfoque parte de tres propósitos. El primero es abrir Bolivia al mundo. El país no puede seguir aislado ni económica ni institucionalmente. La apertura, bien diseñada, no es una amenaza: es la vía más rápida para reconstruir la producción, atraer capital y recuperar la competitividad.
El segundo propósito es devolverle a la economía lo que perdió: confianza. Confianza en las reglas, en los contratos y en las instituciones. Sin previsibilidad, la inversión no vuelve. Sin estabilidad jurídica, no hay crédito ni empleo. Sin disciplina fiscal y monetaria, no hay mercado que funcione.
El tercer propósito es tal vez el más importante: la recuperación no será obra del Estado por sí solo. Bolivia saldrá adelante únicamente si gobierno, empresarios y trabajadores construyen una ruta común basada en hechos. Por eso, nuestro gobierno propone medidas concretas: simplificación radical de trámites, incentivos a la innovación y a la digitalización, un régimen de estabilidad jurídica de largo plazo, reimpulso al agro, la minería y los hidrocarburos, y una apertura comercial estratégica.
Pero incluso estas medidas serán insuficientes si no se acuerdan reglas de juego claras y permanentes.
Las reglas de un nuevo acuerdo nacional
Bolivia necesita un pacto económico básico que todos respeten. Un acuerdo que establezca que nadie está por encima de la ley, ni el Estado ni las empresas ni los políticos. Que garantice plenamente la propiedad privada y el cumplimiento de contratos. Que prohíba el uso arbitrario del poder económico estatal. Que asegure disciplina fiscal, transparencia presupuestaria y un Banco Central independiente. Que evite concentraciones abusivas de poder y que premie la eficiencia.
Este marco no responde a ideologías; responde a la necesidad de que la economía funcione.
El compromiso que el país exige al sector privado
El giro del Gobierno implica un compromiso claro: dejar de ser obstáculo para convertirse en aliado. Pero esta nueva relación exige también algo del sector privado: visión de largo plazo, capacidad de innovación, inversión real, generación de empleo formal y liderazgo en la transformación productiva.
No se trata de pedir favores ni de ofrecer privilegios. Se trata de asumir un compromiso mutuo: el Estado garantiza el terreno de juego; el sector privado compite, produce y empuja el crecimiento.
La reconstrucción del país demanda un pacto adulto, pragmático y honesto entre quienes gobiernan y quienes producen. Ese pacto ha comenzado el 8 de noviembre.
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