Noviembre 20, 2025 -HC-

Crónica de una anemia inofensiva


Jueves 20 de Noviembre de 2025, 7:30am






-

En el crepúsculo de un año que ha sido pródigo en desilusiones para el balompié nacional, la derrota de Bolivia por 0-3 ante Japón en Tokio, el pasado 18 de noviembre, no constituye una sorpresa, sino una confirmación. Una confirmación amarga, sí, pero necesaria. Como un espejo sin clemencia, el césped del New Japan National Stadium reflejó con crudeza la distancia sideral entre una selección que ha hecho del orden y la disciplina su credo, y otra que aún deambula en busca de una identidad que no termina de cuajar ni en lo táctico ni en lo espiritual.

El marcador, inaugurado por Daichi Kamada a los cuatro minutos y ampliado en el complemento por Shuto Machino y Keito Nakamura, no fue un accidente ni una anécdota estadística. Fue la consecuencia lógica de un partido en el que Bolivia apenas logró articular una respuesta coherente ante la presión asfixiante y el vértigo geométrico del conjunto nipón. La posesión fue un espejismo, la transición un suplicio, y la defensa, una línea quebradiza que se desmoronó ante cada embestida azul.

Pero más allá del resultado, lo que debería inquietar a los custodios del fútbol boliviano es la ausencia de un plan, de una hoja de ruta que trascienda la coyuntura. La improvisación, ese vicio tan nuestro, se ha institucionalizado. No hay un proyecto de largo aliento, ni una apuesta decidida por la formación de talentos, ni una estructura federativa que inspire confianza. El equipo nacional parece condenado a repetir su tragedia, como un Sísifo que rueda la piedra de la derrota una y otra vez, sin aprender de su fatiga.

Japón, en cambio, representa el triunfo de la planificación meticulosa. Su fútbol es la metáfora de una sociedad que ha sabido trasladar su ética del trabajo al terreno de juego. No hay espacio para la improvisación ni para el heroísmo individualista. Todo responde a un sistema, a una lógica de conjunto que privilegia la armonía sobre el relumbrón. Y es precisamente esa coherencia la que convierte a los samuráis azules en un espejo incómodo para nuestras aspiraciones.

El desafío, entonces, no es solo deportivo, sino cultural. ¿Estamos dispuestos a abandonar la nostalgia de glorias pasadas y abrazar la modernidad con todas sus exigencias? ¿Podremos construir una narrativa futbolística que no dependa del azar ni del milagro, sino del trabajo sostenido, la autocrítica y la humildad? La derrota ante Japón debería ser el punto de inflexión, el aldabonazo que despierte conciencias y sacuda estructuras.

Porque si algo nos enseñó este amistoso —tan lejano en kilómetros como en conceptos— es que el fútbol moderno no perdona la desidia. Y que mientras sigamos jugando a ser selección sin serlo, el marcador seguirá repitiéndose como un eco cruel: tres a cero, tres a cero, tres a cero.

La sequía ofensiva de Bolivia se convierte en su condena más persistente.

La derrota ante Corea del Sur por 2-0, consumada el pasado viernes en Daejeon, no hizo sino profundizar la herida abierta por los descalabros de presentación, frente a Rusia y Japón. Bolivia volvió a exhibir una alarmante esterilidad ofensiva, una incapacidad casi estructural para generar peligro real, para inquietar al rival, para marcar. Y en el fútbol, ese juego que premia el gol como única moneda legítima, la ausencia de delanteros con jerarquía internacional no es una carencia menor: es una sentencia. Bolivia no tiene artilleros, y sin artillería, toda estrategia se convierte en una coreografía vacía.

Oscar Villegas, en su afán por reinventar el paradigma, ha declarado que su modelo de juego prescinde de delanteros clásicos. Prefiere, dice, la superioridad numérica en zonas de ataque, la circulación paciente, la gestación coral de oportunidades. Pero lo que se ve en la cancha dista mucho de esa utopía táctica. No hay superioridad, ni circulación, ni coralidad. Hay, en cambio, un equipo que se repliega por instinto, que juega a no perder porque no tiene cómo ganar. La propuesta se diluye en la intrascendencia, y el balón, cuando se tiene, se convierte en un objeto sin propósito.

Los tres últimos amistosos —ante Rusia, Corea del Sur y Japón— han sido un desfile de impotencia. No hubo goles, ni siquiera insinuaciones de ellos. No hubo una idea reconocible, ni una evolución perceptible. Solo hubo una repetición monocorde de errores, una renuncia tácita a competir de igual a igual. Bolivia parece haber asumido su rol de comparsa con resignación, como si el mero hecho de estar en el campo fuera suficiente. Pero el fútbol exige más: exige ambición, exige talento, exige gol. Y hoy, la selección boliviana no tiene ninguno de esos atributos.

Bolivia juega como si arrastrara una carga invisible: la presencia de Monteiro en el frente de ataque se asemeja más a una ausencia que a una amenaza. El supuesto delantero centro deambula por el campo sin gravitación, sin incidencia, sin siquiera la sombra de una oportunidad. Su rol, que debería ser el vértice de la ofensiva, se diluye en la inoperancia. Es como si el equipo compitiera con un hombre menos, hipotecando desde el inicio cualquier posibilidad de desequilibrio.

A ello se suma la alarmante ineficacia en las jugadas a balón detenido. Los tiros libres se ejecutan sin convicción, sin intención de herir, como si el disparo de media o larga distancia fuera un tabú. Los tiros de esquina, lejos de ser oportunidades, se convierten en cortesías para que el rival reinicie su juego con comodidad. No hay un solo jugador que se imponga en el juego aéreo, que dispute con fiereza el segundo balón, que convierta la incertidumbre del área en una promesa de gol. Bolivia no solo carece de delanteros: carece de fe.

Bolivia no tiene llegada porque, sencillamente, no tiene salida. El juego colectivo se ha convertido en una entelequia, una promesa que nunca se concreta. No hay circuitos, no hay sincronía, no hay desmarques que abran caminos. Y en lo individual, el panorama es aún más sombrío: los jugadores parecen atrapados en sus propias limitaciones, sin chispa, sin desequilibrio, sin esa dosis de irreverencia que todo equipo necesita para romper el molde. El balón circula sin destino, como si el campo fuera un laberinto sin salida.

Queda esperar que, al menos, se llegue a los partidos de repechaje con una propuesta clara, con una idea que trascienda el miedo a perder. Esta selección, que busca un lugar en la Copa del Mundo 2026, necesita más que resultados: necesita convicción. Porque el fútbol, en su esencia más pura, no premia al que sobrevive, sino al que se atreve. Y Bolivia, si quiere estar en la cita planetaria, deberá aprender a ganar fuera de casa.

///

 

.