Sesenta y nueve, mire usted, es un número sugestivamente erótico. De hecho, es una de posiciones del Kamasutra más recomendadas si el interés, claro está, reside en el placer del sexo oral o bien si uno (o una, para el caso es lo mismo) tiene las condiciones físicas para contorsionar el cuerpo como debe ser.
Sin embargo, es también una cifra vergonzosa que nos debería conducir a una profunda reflexión sobre el trasfondo de la inmigración. En otras palabras, por qué los bolivianos se van del país, aunque, a mi modo de ver, la pregunta es por qué no se quedan.
Acabo de llegar de Barcelona en cuyo puerto, estaba atracado un crucero de lujo donde viajaban sesenta y nueve compatriotas cuya intención era quedarse en Europa. Poco o nada les importaba el paquete turístico vacacional o las prestaciones propias ofrecidas por la compañía MSC Cruceros; el objetivo estaba claro desde un principio y así lo corroboraron los testimonios de sus familiares que trataron de construir una crisis humanitaria totalmente alejada de la realidad. Una mujer llegó a declarar a la prensa “hay niños ya fatigados ahí dentro”, buscando la conmiseración de las autoridades migratorias españolas que se mostraron inflexivas. Al final sesenta y cinco de los sesenta y nueve fueron deportados y, con toda seguridad, contarán su sufrida historia a la prensa como si se tratara de refugiados subsaharianos que cruzan el Mediterráneo en una patera, una lancha o una cáscara de nuez huyendo de la guerra, el hambre y la pobreza. Por supuesto, habrá quien les crea y, probablemente, exista un criminal dedicado al tráfico de personas que falsifica visas Schengen aprovechando la desesperación de quien no tiene trabajo ni futuro y menos esperanza. Ese es el verdadero drama de la inmigración: el Estado boliviano es incapaz de generar las condiciones mínimas para que una persona pueda alcanzar cierto nivel de bienestar y no tenga que cruzar el charco para trabajar a destajo, sin documentos, en algún rincón de Europa.
He visto lo que le escribo en la lánguida mirada de aquellos bolivianos que retornan al país de vacaciones. “Yo soy de Punata, pero vivo en Fuencarral. Voy a visitar a mis padres que ya son viejitos. No sé si ésta será la última vez que los vea”, me comentó Arnold, un hombre de cuarenta y dos años, que trabaja como obrero de la construcción. Traté de animarle en vano y eché un vistazo al resto de los bolivianos que esperaban su turno de facturación de equipaje en el mostrador de Boliviana de Aviación en la T4 del aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid. Todos, sin exclusión, cargaban enormes maletas y bolsas de supermercado embaladas con plástico verde que superaban los veintitrés kilos de peso permitidos por la línea aérea. El contenido, ropa comprada en las tiendas de moda para venderla al doble o triple de su precio en San Miguel o el Mall Ventura. Pero ya se sabe, los bolivianos somos laxos con la norma y siempre la acomodamos a nuestras necesidades.
Claro que lo que sirve para nosotros no funciona donde se respetan la ley y las regulaciones, países serios (no solemnes) y es allí donde nuestra idiosincrasia choca con un mundo real frío, desangelado y dramáticamente correcto.
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