En contextos electorales tensos, cuando los números ya no acompañan y la narrativa se agota, los estrategas recurren a una fórmula tan antigua como efectiva: la estrategia del miedo. Esta táctica no busca convencer desde la razón ni competir en el terreno de las propuestas, sino paralizar, atemorizar y condicionar el voto mediante advertencias “apocalípticas”. Bolivia no es ajena a esta lógica, y el actual proceso electoral confirma su reactivación.
A medida que se acerca el 17 de agosto, día de las elecciones presidenciales, el Movimiento al Socialismo (MAS) enfrenta uno de sus momentos más delicados. Dividido entre “evistas” y “arcistas”, con encuestas que muestran baja intención de voto, riesgo de perder la sigla y una ciudadanía crítica por la crisis económica, la escasez de dólares, productos básicos y supuestos casos de corrupción, este contexto parece haber encontrado en el miedo su última trinchera discursiva para intentar revertir la tendencia.
La estrategia del miedo, también llamada política del miedo, es una herramienta empleada para influir en el comportamiento del electorado apelando a emociones como la ansiedad, la inseguridad o la incertidumbre. Su lógica es sencilla pero poderosa: si no votas por mí, todo lo que tienes desaparecerá. Esta narrativa plantea un falso dilema donde el poder se vuelve indispensable y cualquier alternativa representa el caos.
El concepto no es nuevo. Maquiavelo, en El Príncipe, sostenía que el miedo puede ser útil para mantener la obediencia, aunque advertía que no debía convertirse en odio. Max Horkheimer y Theodor Adorno, en Dialéctica de la Ilustración, explicaron cómo el miedo ha sido internalizado por la sociedad moderna para justificar formas de control social. Más recientemente, el politólogo Roger Eatwell ha advertido que el miedo es una palanca poderosa para movilizar apoyo hacia proyectos autoritarios o radicales, como documentan estudios en América Latina (SciELO México).
En Bolivia, el uso de esta estrategia tiene antecedentes muy concretos. En 2016, en la antesala del referéndum que buscaba habilitar la reelección de Evo Morales, el entonces vicepresidente Álvaro García Linera pronunció un discurso cargado de advertencias simbólicas en la comunidad de Viliroco, en Viacha: “Papá, mamá, no lo abandonen al presidente Evo. Si no tiene apoyo, regresarán los gringos, los vendepatria, los asesinos. A las wawas les quitarán todo. El sol se esconderá y la luna se escapará”.
La intención era clara: infundir temor sobre el futuro. Pero la población no respondió como se esperaba. Ganó el “No”. El miedo, esa vez, no logró su cometido.
Nueve años después, el guion parece repetirse. Durante el acto por el Día de la Revolución Agraria en Caranavi (La Paz), el presidente Luis Arce advirtió que, si la oposición accede al poder, desaparecerán programas sociales como la Renta Dignidad, el bono Juancito Pinto y el apoyo al pequeño productor. “Ya no va a haber escuelas ni hospitales”, aseguró. Por su parte, el vicepresidente David Choquehuanca llamó a “blindar el proceso de cambio” para evitar el regreso de los “privatizadores” y “ladrones”.
Sin embargo, el uso del miedo no es patrimonio exclusivo del oficialismo. En la otra vereda, parte de la oposición ha construido su relato en torno a la idea de que mantener al MAS en el poder significa profundizar la crisis económica que ya golpea el bolsillo de los bolivianos. La narrativa es inversa, pero el recurso es el mismo: advertir que, si no se produce un cambio de gobierno, la economía colapsará, la pobreza crecerá y el país quedará aislado del mundo. Este discurso también apela al temor, solo que en sentido contrario: miedo a la continuidad.
Ambas estrategias, con matices distintos, terminan alimentando la percepción de que el votante no elige entre proyectos, sino entre catástrofes. El miedo se convierte, así, en la mercancía electoral más abundante.
La democracia, sin embargo, se sostiene sobre la base de la libertad de elección, el debate plural y la posibilidad de alternancia.
Bolivia necesita propuestas, no advertencias. Necesita partidos políticos capaces de conquistar el voto con ideas, no con chantajes emocionales. Y necesita una ciudadanía que vote con libertad y con memoria, no con miedo.
Si el oficialismo aspira a reconquistar el apoyo perdido, deberá dejar de decir que “el sol se esconderá” sin ellos. Y si la oposición quiere ser alternativa creíble, tendrá que superar la simple amenaza de un colapso y presentar una propuesta realista y responsable. Porque al final, el miedo puede movilizar en el corto plazo, pero nunca construye un futuro.
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