La política, entendida como el arte de persuadir, liderar y representar, va mucho más allá de los discursos y propuestas programáticas. En un entorno saturado de información y dominado por la inmediatez de las redes sociales, cada gesto, cada color, cada atuendo, cada silencio —o su ruptura— es un mensaje político en sí mismo. Y Bolivia no es la excepción.
La campaña presidencial boliviana de 2025 demuestra cómo algunos candidatos comprendieron que comunicar no es solo hablar, sino proyectar una imagen que conecte emocionalmente con el electorado. Vimos aspirantes que aprendieron a sonreír para empatizar con la gente, y ahora esa sonrisa fluye con naturalidad. Otros, más rígidos al inicio, dejaron el terno y la solemnidad para mezclarse con la gente en las calles, buscando cercanía y complicidad visual.
También hubo quienes capitalizaron su juventud y carisma en redes sociales, incluso su habilidad para bailar, con el objetivo de atraer al voto femenino. “El guapo e inteligente”, como lo apodó otro candidato, entendió que su cuerpo y presencia también son parte del mensaje.
Los colores también hablaron. Algunos vistieron literalmente los colores de su organización política: en ropa, afiches y murales, como si fueran uniformes. Otros, en cambio, intentaron resucitar vínculos simbólicos con antiguos partidos, usando sus colores como un anzuelo emocional para atraer votantes nostálgicos. Pero pronto se dieron cuenta de que ni el color, ni el rostro identitario alcanzaban, sin coherencia y sin propuesta, el símbolo se desgasta.
Las emociones del pasado también fueron estratégicamente activadas. Un candidato recurrió al recurso del “padre e hijo”, utilizando un video acompañado del himno que inmortalizó su progenitor en campañas anteriores, en un intento claro de conectar con la memoria afectiva del electorado. Paralelamente, otro apostó por el humor digital: memes que lo comparaban con personajes de películas fueron acogidos con ironía y astucia, hasta integrarlos como parte oficial de su narrativa de campaña.
Pero no todo fue cálculo acertado. Un candidato optó por prolongar el silencio, quizás con la intención de generar expectativa. Sin embargo, no midió bien el timing. En política, incluso el silencio requiere planificación. Cuando se extiende más de lo necesario, deja de ser una estrategia para convertirse en un signo de vacío —o peor aún— en una señal de incapacidad para competir en el terreno de las ideas.
En otro giro inesperado, un aspirante inhabilitado decidió aparecer de forma indirecta en la papeleta: apeló al voto nulo como forma de resistencia simbólica. Su mensaje fue claro, no quiere jubilarse, ni con dignidad ni con estrategia. Su afán de permanecer termina por debilitar incluso a sus propios herederos políticos.
La ropa tampoco es un accesorio neutro. Un traje oscuro puede proyectar seriedad institucional; una gorra o polera, cercanía, rebeldía o identificación con las mayorías. La estética del cuerpo político se convierte en narrativa visual. Algunos optaron por lo informal, otros apostaron por lo clásico. Pero todos sabían que cada aparición pública era una oportunidad de comunicar sin palabras.
Hoy, las redes sociales son el principal canal de comunicación política. Los líderes ya no solo informan: construyen una marca personal. La selfie “espontánea”, el TikTok editado, los "en vivo" casuales… todo parece natural, pero está cuidadosamente planificado. Cada hashtag, cada emoji, cada filtro forma parte de una estrategia.
No estar en redes ya no es una opción. Quien no comunica digitalmente, simplemente no existe para una parte creciente del electorado.
A eso se sumó el despliegue más tradicional: caminatas, casa por casa, foros, debates, encuestas, y la guerra sucia. Todo comunica. También las legiones digitales o "lovers" de los candidatos que, con devoción ciega, defienden a su favorito sin espacio para la crítica. En muchos casos, la razón es desplazada por el corazón. La activación de trolls, el uso de pauta y el empuje de algoritmos también jugaron su papel en esta campaña.
Ya cerca del silencio electoral, todas estas acciones se intensifican, buscando convencer al votante indeciso o reconquistar al desencantado.
Los gestos, las miradas, las posturas, las sonrisas. Todo es parte de un lenguaje que muchas veces pesa más que un plan de gobierno. En un escenario político tan polarizado y frágil como el boliviano, la coherencia entre lo que se dice, lo que se muestra y lo que se siente puede ser más decisiva que cualquier propuesta técnica.
Porque en política, todo comunica. Y en 2025, Bolivia lo ha comprobado, una vez más.
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