Uno mira el paisaje o una fotografía de antes y no lo reconoce. Las calles polvorientas se han vuelto avenidas de pavimento, vidrio y maceteros colgantes, y aquel pueblo de casitas bajas de teja es hoy una de las metrópolis más sorprendentes de Sudamérica, la ciudad de los anillos.
Gracias al Creador nunca falta un masaco de plátano o de yuca en la mesa, ni un vasito de chicha para invitar al forastero, sea quien sea, venga de donde venga. Porque si algo define a Santa Cruz de la Sierra, en sus 215 años de historia, es su ley sagrada: la hospitalidad. Es ley del cruceño abrir las puertas o la tranquera, brindar la silla, compartir el pan. El problema es que algunos, confundiendo esa bienvenida, han querido apropiarse de lo que no es suyo, imponer lo que no es de esta tierra, sin entender que Santa Cruz se entrega, pero no se rinde.
Antes fue un pueblo de calles polvorientas, embarradas en la lluvia. Hoy, una de las metrópolis más crecientes de Sudamérica. Santa Cruz de la Sierra, tierra de contrastes, departamento inmenso que reúne el Chaco, la Chiquitanía y los valles. ¡Qué privilegio recorrer sus pueblitos, llenos de tradición, fiesta y cultura viva!
El cuñapé y el majau ya no son solo del camba: se van haciendo universales, como el pique cochabambino, el saice tarijeño, la kalapurka potosina o el charquekán rureño. Pero que no se pierda el tipoy ni la camijeta chiquitana, porque en ellos late la identidad. Que no se pierda tampoco ese modo de hablar sabroso: «Estoy yesca», «Estoy camote», «Qué yetera», «Está serebó», «Estoy yema», «Me voy de buri», «No seás pata e’ perro», «No seás opa», «No seás burro».
Así se nombra la vida en Santa Cruz, con palabras que son como un guiño entre amigos, como un secreto compartido. Porque así somos los cambas: la hospitalidad no es una pose, es nuestra ley, nuestro ADN, nuestra forma de entender el mundo.
Santa Cruz es calor sofocante, es cierto, pero también es seducción: sus palmeras, sus tiluchis, sus mujeres, sus pandearroces. Aquí, el camba puede ser un «flojo» que disfruta de su hamaca, pero esa hamaca está atada bajo un árbol de mango, un árbol que él mismo sembró. Por eso también es el que madruga, porque sabe que esta tierra bendita, aunque lo da todo, hay que acariciarla como a una guitarra, cultivarla como a la música y agradecerla como a la lluvia.
No es mentira
En números, Santa Cruz no miente: en 2005 producía 2.827 millones de dólares; hoy, hasta 2024, llega a 14.171 millones. Su economía se multiplicó casi por cinco en dos décadas. Aporta más del 30% al PIB nacional. Es el corazón productivo de Bolivia: del campo cruceño sale el 77% de los alimentos que comemos los bolivianos. Y aunque la pandemia golpeó duro, supo levantarse con fuerza en 2021 y 2022, reafirmando que aquí el trabajo y el coraje son inseparables. Es el fruto de un trabajo que honra la memoria de los antepasados y que nos permite exportar a más de 80 países, llevando un pedacito de nuestra tierra al mundo.
Pero Santa Cruz no es solo economía: es cultura, es fútbol, es pasión. Ser cruceño es alentar a Oriente Petrolero o a Blooming, emocionarse con la Tahuichi, llorar en un carnaval, bailar en un buri hasta el amanecer.
Eso sí: Santa Cruz también enfrenta sombras. Que la delincuencia, el boleo, los avasallamientos, los incendios y las traiciones no minen este pueblo tan lindo, que ha sabido resistir embates de propios y extraños. Que no vuelvan las sangres traidoras —los tongos, aguileras, damianes, reynaldos, sosas, mariacas— que se disfrazan de cruceños para luego golpear por la espalda.
No obstante, y a pesar de todo, Santa Cruz sigue abriendo su brecha en la historia nacional, a veces incomprendido por un país que no termina de conocerlo. Y aquí está el gran aprendizaje: no nos conocemos entre bolivianos. Y lo que no se conoce, no solo se ignora: también se destruye. De ahí nacen los prejuicios, los dizques y diretes, esas cegueras que algunos han sabido usar para dominar desde el poder.
A 215 años, Santa Cruz sigue en pie, con la frente alta, con la sonrisa abierta, con la chicha lista para el visitante. Esta tierra enseña que ser cruceño no es cuestión de cuna, sino de amor y de compromiso. Que su hospitalidad es grande, pero también lo es su orgullo. Y que, si bien todos son bienvenidos, nadie puede venir a imponer lo que no es de esta tierra.
Sos la prueba viviente de que con trabajo, respeto y amor a la tierra se puede mover montañas. Porque sos nuestro orgullo, nuestro motor, nuestro corazón.
¡Viva Santa Cruz, carajo! ¡Que viva la tierra que nos vio nacer …o que nos adoptó como hijos!