Santa Cruz cumple 215 años y la ciudad de los anillos vibró con serenatas, desfiles y actos protocolares. Pero más allá de los festejos, la fecha también invita a la reflexión y abre una pausa para mirar el presente y soñar el futuro de esta tierra cálida. En clave de homenaje, me parece oportuno hablar de los miedos que todavía carga Santa Cruz y los monstruos que, cruceños o no, debemos aprender a mirar de frente.
Santa Cruz siempre ha tenido monstruos. No son criaturas de carne y hueso, sino sombras que habitan en el imaginario colectivo, alimentadas por relatos, tradiciones, migraciones y luchas políticas. En tiempos de elecciones o cuando arrecian los conflictos, emergen al menor conjuro, como fuerzas oscuras que acechan desde la oscuridad. No son fantasmas inofensivos, sino que dividen, estorban y frustran el tendido de puentes de entendimiento e integración entre Santa Cruz y el resto del país; entre cruceños de distintos estratos sociales.
El más antiguo y temido, es el centralismo. Ese monstruo burocrático que, desde la hoyada paceña, todo lo acapara, controla y engulle. En el mito cruceño, es el aparato estatal concebido por gente del occidente para exprimir las riquezas cruceñas sin devolver nada a cambio. El gobierno nacional es visto como una criatura hostil que conspira para asfixiar la autonomía regional, una anomalía que no debería existir.
Luego está el “colla”, convertido en el “otro” cultural. Es el migrante del occidente boliviano, el vecino distinto, el extraño que, según el relato, amenaza con trastocar la identidad “camba”. Una identidad que, en verdad siempre ha sido mestiza, fluida y tejida de encuentros entre bolivianos. En este imaginario, todos los “collas” son iguales, sin distinciones entre el paceño de la zona sur, el alteño de origen campesino o el aymara del altiplano. Incluso el cochabambino que intenta zafarse de la etiqueta, no escapa al calificativo de “colla”.
Entre los fantasmas recientes sobresale el “avasallador de tierras”. En la narrativa dominante, es el “masista” del occidente que asalta y usurpa propiedades privadas y que responde a un plan maquiavélico para el control geopolítico del territorio cruceño. Pero la realidad es menos heroica y más incómoda. Muchos de los grupos violentos que toman tierras, tienen entre sus filas a cruceños de sectores populares que, empujados por la precariedad o ansias de poder, encontraron en la ocupación ilegal un modo de vida dentro del modelo de sobreexplotación de tierras.
Estos monstruos que existen a medias y tienen mucho de ficción, cumplen una función: distraer. Como mitos, canalizan los temores y la atención hacia enemigos visibles, al tiempo que ocultan las amenazas reales que germinan y crecen en casa. Porque el verdadero peligro para Santa Cruz —y para Bolivia— no es solo el centralismo, sino el modelo primario-exportador que sostiene y es la razón de ser del Estado rentista y corrupto. No es el “colla” como vecino, sino nuestra incapacidad de construir una convivencia fundada en principios de respeto, igualdad de derechos y reglas claras para todos. El peligro no es solo el avasallador, sino la complicidad entre autoridades estatales y élites económicas para convertir la tierra y los bosques en botines para unos pocos.
El mayor monstruo es la negación del futuro. Seguir peleando contra las sombras del pasado, nos ancla y nos impide levantar la mirada. El desafío de Santa Cruz es atreverse a mirar a los ojos a los monstruos, distinguir las meras narrativas regionalistas de las amenazas reales. Es tiempo de reconocer que el destino de Santa Cruz no está en librar batallas insulsas contra un occidente que nunca será enemigo ni ajeno, sino en reinventarse, unir fuerzas trascendiendo estratos sociales y construir un horizonte compartido.
Entretenernos con viejos monstruos, es descuidar la planeación del futuro. Santa Cruz tiene la urgente necesidad de transitar de una economía donde el dinero es solo dinero y no capital, hacia un modelo productivo basado en transformación y generación de valor. De una ciudad con zonas rojas que crecen como manchas fuera de control, hacia una sociedad con verdadera seguridad ciudadana. De un modelo agropecuario que depreda la tierra hacia un uso sostenible de los recursos naturales.
Los monstruos de Santa Cruz no están solo en los discursos encendidos al pie del Cristo, ni en relatos anclados en medias verdades. Están en nosotros, en nuestras narrativas y omisiones. Para exorcizarlos no hacen falta consignas ni banderas de guerra, sino miradas lúcidas y visionarias hacia el futuro. Santa Cruz será lo que se atreva a ser.
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