Bolivia atraviesa una de las etapas más complejas de su vida democrática. La encuesta del Barómetro de las Américas 2023, presentada en el libro La democracia en los ojos de la gente, evidencia un dato doloroso: la democracia ha dejado de inspirar confianza en amplios sectores de la ciudadanía. Los bolivianos ya no creen, o creen muy poco, en las instituciones que deberían garantizar sus derechos, y empiezan a tolerar —y hasta exigir— respuestas autoritarias, prácticas de fuerza, atajos institucionales y vigilancia social como forma de hacer justicia.
Esta realidad nos obliga a preguntarnos si es posible —o siquiera deseable para la mayoría— recuperar una democracia basada en valores como la pluralidad, la institucionalidad, el respeto a la ley, el diálogo entre diferentes y la protección de las minorías.
Porque la democracia no es solo votar. Es también aceptar que el otro piense distinto, que haya límites al poder, que las soluciones deben ser legítimas además de eficaces. Pero, ¿qué ocurre cuando un sistema democrático, después de más de 40 años de vida, ya no es capaz de ofrecer resultados ni confianza? ¿Qué pasa cuando la gente, cansada de inseguridad, de corrupción y de crisis económica, empieza a considerar que "mano dura" o "gobiernos fuertes" son mejores opciones?
La democracia, para muchos, se volvió sinónimo de promesas incumplidas. En ese vacío, crecen liderazgos que se presentan como salvadores, que ofrecen soluciones inmediatas sin pasar por los molestos trámites del consenso. Y en sociedades fragmentadas como la nuestra, esas promesas caen en tierra fértil.
En plena campaña electoral, ver los debates entre candidatos llena de desesperanza, porque se atacan, son demagogos con respuestas mentirosas y hay incluso los que no dudan en ofrecer palo con bota militar para poner orden. ¿Es eso lo que queremos? O mejor: ¿Es eso lo que necesitamos los bolivianos?
A esta situación se ha llegado a paso firme durante los últimos años. Los datos no mienten: la confianza en el Tribunal Supremo Electoral, en los jueces y en la policía está en su punto más bajo. La mayoría de los bolivianos cree que la justicia no es justa. Se tolera la violencia ejercida desde el Estado, pero también desde la ciudadanía. Las minorías políticas, ideológicas, étnicas o sexuales, son vistas muchas veces como amenazas. Y lo más alarmante: quienes piensan diferente son percibidos no como interlocutores, sino como enemigos.
En este escenario, ¿es realista hablar de recuperar la democracia con todos sus valores? ¿O estamos frente a una transformación irreversible, donde lo autoritario convive con formas democráticas apenas decorativas?
Quizás lo más urgente sea empezar por reconocer que la democracia no se sostiene sin demócratas. Que no bastan instituciones si los ciudadanos no las respetan ni las valoran. Y que no basta una Constitución si quienes gobiernan la ignoran, y quienes son gobernados no la sienten como propia.
Pero también es cierto que el autoritarismo no resuelve las causas del malestar. Solo las posterga o las empeora. La falta de justicia, la pobreza, la inseguridad o la informalidad no se resuelven con más control o más castigos. Requieren reglas, voluntad política y ciudadanía activa. Requieren, en síntesis, más democracia y no menos.
El gran desafío es si somos capaces, en medio de esta crisis social, económica y política, de imaginar un nuevo pacto democrático. Uno que no normalice la excepción. Uno que nos permita reconstituir la confianza en el otro, en el que piensa distinto, en el que viene de otro lugar, en el que representa intereses que no son los nuestros.
Ese pacto no puede ser vertical, ni impuesto. Tiene que nacer desde abajo, desde espacios donde hoy también se reproduce el desencanto: los barrios, las universidades, los sindicatos, los medios de comunicación, las organizaciones indígenas y vecinales. Ahí donde se disputan sentidos, pero también donde aún se puede dialogar, acordar, corregir el rumbo.
¿Hay tiempo para eso? ¿Hay paciencia en una sociedad que exige resultados inmediatos?
Tal vez la democracia no sea el camino más rápido, pero sí el más seguro para no repetir los errores del pasado. Bolivia ya vivió rupturas, dictaduras, exclusiones. Y también intentos de refundación cargados de esperanza, como el que significó la Constitución de 2009. Pero sin una cultura democrática —entendida como respeto a la ley, al disenso, a los derechos del otro— todo diseño institucional está condenado a fallar.
Volver a creer en la democracia requiere más que reformas legales o elecciones limpias. Requiere sanar las fracturas sociales, reconocer el valor de la diferencia, construir instituciones que no dependan del caudillo de turno y aceptar que ninguna mayoría tiene derecho a imponerlo todo.
Esa es la tarea. Y aunque hoy parezca lejana, no hay otro camino si queremos un país en el que todos tengamos lugar. Incluso los que pensamos diferente.
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