Esa y otras preguntas por el estilo habría querido hacer a los candidatos durante sus campañas. ¿Qué motiva a alguien a asumir el desafío de gobernar un país como este —lastimado y quebrado en muchos sentidos y con un sinfín de conflictos por resolver—?
Sospecho que, de haber preguntado, no habría obtenido una respuesta del todo honesta. Pero yo sí tengo razones, quizá poco racionales, para imaginar el deseo de gobernar… y también de ser la conciencia de quien lo haga.
La respuesta es simple, aunque suene a lugar común: somos un país demasiado hermoso, con gente extraordinaria en cada uno de sus rincones, por la que vale la pena el esfuerzo. Y aunque entiendo que los temas urgentes son la inflación, las divisas, los hidrocarburos o las reservas internacionales, incluiría en la agenda una tarea esencial: reconstruir el tejido social a través del arte y la cultura. Es uno de los grandes desafíos, y el más humano.
Con esa convicción, me aventuro a dejar ese y otros deseos, como mensaje en una botella lanzada al río.
Espero que cuiden la oportunidad que la historia y el país les está dando, que las nuevas autoridades no lleguen con machete en mano a borrar logros —aunque sean simbólicos— de pueblos indígenas, mujeres o colectivos LGTBI. Que comprendan que los avances sociales no deben ser destruidos por revancha ni por el vértigo del poder.
Deseo también que no repitan errores recientes: el personalismo, la centralización, el clientelismo y el culto al ego. Que gobiernen con cabeza y corazón, evitando discursos que profundicen la polarización, el odio o el regionalismo.
Pido que apoyen el periodismo crítico, libre y diverso, que no deba rendirse al poder para subsistir. Y sueño con que revivan el Ministerio de Culturas, no como aparato burocrático, sino como espacio de reconciliación y encuentro, capaz de rescatar instituciones, reconocer la pluralidad y trabajar sin instrumentalización política.
A través de políticas culturales es posible reconstruir la confianza, generar reencuentros simbólicos y emocionales, y sanar heridas que ni la justicia ni el poder ejecutivo pueden curar. El arte permite dialogar con lo complejo y lo contradictorio; por eso es clave cuando una sociedad está fragmentada.
El arte y la cultura deben ser para todas las personas, sin distinción, son vitales para el reencuentro social y regional: crean espacios compartidos, dan voz a quienes fueron marginados y unen memoria, identidad y futuro. Para Bolivia, con sus múltiples identidades culturales, un pasado y presente plagados de conflictos (sociales, regionales, étnicos) y fracturas sociales y regionales, la clave es generar y construir espacios que, a través del arte y sus múltiples voces, promuevan la participación y el diálogo, sin narrativas unilaterales y demagógicas.
Gobernar no es solo administrar un país, es reconstruir los lazos que nos sostienen; el arte y la cultura pueden ser el punto de partida. El arte es, quizás, nuestro lugar de encuentro más genuino. En él todos somos iguales: nos reflejamos unos en otros, compartimos emociones, dialogamos más allá de las palabras. Es el territorio donde no caben las violencias, es la guía que enseña a construir sin destruir.
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