Noviembre 15, 2025 -HC-

Gracias por enseñarnos a ganar, Bigotón: cuando Bolivia fue una sola por última vez


Sábado 15 de Noviembre de 2025, 9:30am






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La única vez —la única— que vi a una Bolivia verdaderamente unida,  latiendo como un solo corazón dentro y fuera de sus fronteras, fue cuando este “Bigotón” nos llevó al Mundial 94. Y digo, “nos” porque fuimos todos: desde el niño que pateaba una pelota de trapo en El Alto hasta el padre que escuchaba el partido en su radio de transistores en Tarija. Del Illimani a los llanos, del Chaco a la selva, viajamos juntos a ese olimpo sagrado del fútbol que todos sueñan pisar alguna vez: como jugador, como hincha, como prensa, como lo que sea, pero fuimos.

En un país que tambaleaba, como tantas veces la historia se empeña en machacarnos, entre crisis y desencantos, apareció él: Francisco Xabier Azkargorta, con una luz extraña, con ese tipo de esperanza que al principio incomoda, porque nos encara lo poco que estábamos acostumbrados a creer. Nos ofreció un bálsamo de confianza y alegría tan puro que hasta los niños —que todavía no entendían del todo lo que pasaba— lo respiraron. Y nosotros, los maltoncitos de entonces, lo bebimos como si fuera agua fresca en medio del chaco.

Azkargorta no solo  entrenó futbolistas. Pulió un diamante en bruto que era nuestra selección, esa que llevaba décadas enterrada en el lodo de la derrota. Y comenzó por donde siempre nos falta bruñir, hasta ahora: nuestro complejo de inferioridad. Nuestra mentalidad fracasada. Esa maldita herencia que nos hace creer que nacimos para perder, que nos tocó el peor pedazo del mapa, que somos demasiado pequeños, demasiado pobres, demasiado olvidados para soñar en grande.

Ahí, justo ahí, en esa fisura del alma colectiva, llegó el “Bigotón” y supo colocar la palabra precisa, el ánimo justo, la actitud arrolladora. No solo motivó al Diablo, a Platiní, a Baldivieso, a Ramallo, a Truco, a Borja, a Rimba, a Moreno, a Peña, a Quinteros, a Castillo, Sánchez, Cristaldo, Ramos, a Melgar, a Sandy. No, motivó a un país entero.  Nos inspiró como lo hace un padre que, por fin, convence a su hijo de que sí puede, de que ya es hora de levantar la cabeza. Que te mira a los ojos y te dice: “Vos podés, hijo. Yo creo en vos” Y vaya que pudimos. Nos hizo creer. Nos hizo sentir dignos. Nos hizo soñar.

Fuimos uno

Nunca antes –nunca– Bolivia respiró  un aire tan distinto. Era aire puro de alegría, de emoción, de orgullo que te hacía caminar más erguido por la calle. Ese orgullo extraño y hermoso de sentirte boliviano sin pedir disculpas por serlo.

Recuerdo cada gol como si fuera ayer. Cada partido ganado era un milagro que nos permitíamos creer. Y ese día, ese día bendito cuando pitó el árbitro el final ante Ecuador y sellamos el boleto a USA 1994, ese día lloramos todos. De pronto nos abrazábamos sin preguntar nombres. Éramos familia, éramos Bolivia. Lloramos en estadios, en plazas, en casas humildes y en mansiones, en bares de mala muerte y en salas elegantes. Lloramos juntos, abrazados, desconocidos que nos volvíamos hermanos en un segundo porque compartíamos la misma bandera: rojo, amarillo y verde. Solo bastaba sentir que éramos bolivianos. Eso era suficiente. Eso lo era todo.

 

La cueca “Viva mi Patria Bolivia”  se convirtió en nuestro segundo himno. Ese que, hasta hoy, tres décadas después, nos hace quedar roncos y nos humedece los ojos. Y no era para menos por aquel entonces. Ver jugar a los nuestros de igual a igual con los grandes, 11 contra 11, sin complejos, sin miedo, enorgullecía. Hacía inflar el pecho de alarde, de altivez, de esa dignidad que nos habían robado tantas veces en tantos campos de batalla.

Este hombre vasco de corazón dividido les metió en la cabeza dura de sus pupilos —y a nosotros en nuestra tutuma más dura todavía— que sí se puede ser ganador. Nos dijo, con ese acento vasco que recordamos como propio, “se juega como se vive”. ¡Qué gran lección para el mundo!

Gracias, “Bigotón”

Gracias, maestro de la voz carrasposa. Gracias, “Bigotón” de los mis diablos,  por devolvernos la fe. Por enseñarle a los nuestros a pararse frente a los grandes sin bajar la mirada. Y a nosotros, por hacernos llorar sin vergüenza cuando la pelota entraba o cuando no entraba, porque igual sabíamos que algo excepcional estaba ocurriendo.

Y gracias, sobre todo, por haber decidido morir en Bolivia. Elegiste descansar en tu segunda Patria. Esta que te adoptó tanto como vos la adoptaste a ella con una lealtad que ya quisiéramos para nosotros mismos. Esta que te quiso como se quiere a un padre, a un hermano, a un hijo ausente que finalmente regresa a casa.

Adiós, Bigotón, querido. Gracias por el regalo más hermoso que se le puede dar a un pueblo que estaba acostumbrado a perder: La fe en sí mismo.

Descansá en paz. Ya ganaste lo más difícil: un lugar eterno en nuestros corazones.

Ahora jugá y enseñá allá arriba, como lo hacen los verdaderos «Profes» como vos. Los que no solo entrenan equipos, sino que transforman países. Allá nos veremos algún día —ojalá tarde, pero seguro— para celebrar como nos enseñaste a hacerlo acá: flameando la rojo, amarillo y verde, con lágrimas profundas, con el pecho reventando de orgullo, gritando hasta quedarnos roncos: “¡Viva mi Patria Bolivia!”

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