Noviembre 04, 2025 -HC-

El teatro del absurdo: la política de drogas que Bolivia insiste en representar


Miércoles 29 de Octubre de 2025, 9:15am






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Durante casi dos décadas, Bolivia ha sostenido un costoso teatro político en torno a la política de drogas. Tras la expulsión de la DEA y el discurso soberano del “coca sí, cocaína no”, el gobierno del MAS prometió una ruptura con el viejo paradigma impuesto por Washington. Sin embargo, esa promesa quedó en el plano retórico: el país mantuvo la misma lógica prohibicionista, pero ahora financiada con recursos propios.

Miles de millones de bolivianos se gastaron en erradicar cocales que se replantan al mes siguiente y en encarcelar a personas pobres y fácilmente reemplazables dentro del engranaje del narcotráfico. La “soberanía” se limitó a reproducir los métodos de la DEA, con un sello nacional. El resultado: un sistema que castiga la pobreza mientras deja intactas las redes reales del negocio.

Un Estado tributario de la ilegalidad

La primera clave para entender este modelo es la noción de “Estado Tributario”: aquel que, lejos de combatir la economía ilegal, se nutre de ella. Bajo el MAS, el Estado encontró en la gestión de la coca excedentaria una fuente de estabilidad política.

El control de la información —a través del monitoreo de cultivos validado por la UNODC— permitió manejar la narrativa: se mostraban avances en erradicación mientras se mantenía una “ceguera estratégica” ante los recultivos y el avance en áreas protegidas.
Paralelamente, la represión selectiva ofrecía una fachada de eficacia: se encarcelaba a las “mulas” y pequeños productores, pero no se tocaba el poder financiero del narcotráfico. Era una política de bajo costo político y alta visibilidad, funcional al statu quo.

El fracaso del control social

El llamado “control social” —que debía estabilizar cultivos mediante acuerdos con los productores— terminó siendo una ilusión costosa. El Estado nunca creó los mercados legales que debían absorber la coca permitida, ni garantizó su calidad sanitaria.
Sin incentivos económicos reales, los cocaleros no tenían razón para limitar su producción. Mientras tanto, la Fuerza de Tarea Conjunta continuó destruyendo plantaciones “racionalizadas”, que eran replantadas semanas después. Un ciclo absurdo de erradicación y recultivo que solo servía para mostrar actividad y justificar presupuesto.

A ello se suma la falta de indicadores claros. No se establecieron metas verificables ni se midió el impacto del control social. Así, el gobierno celebraba el simple hecho de tener un acuerdo, aunque los resultados fueran nulos.

En los hechos, el control social no fracasó por falta de cooperación, sino porque nunca tuvo las herramientas técnicas, económicas ni políticas necesarias para funcionar. Fue una política diseñada para simular, no para transformar.

La ruta no tomada

Dentro del propio discurso oficial existía una alternativa: formalizar una economía legal de la hoja de coca. Pero las inercias del aparato estatal —acostumbrado a vivir del gasto en interdicción— y las presiones internacionales por mantener la militarización impidieron cualquier avance real.
El gobierno prefirió administrar la ilegalidad antes que desmontarla. Y así, el país quedó atrapado en un modelo que combina el gasto público sin retorno, la criminalización de los pobres y la dependencia silenciosa de una economía ilícita que el Estado prefiere no ver.

Romper el ciclo

Un nuevo gobierno debe tener la valentía de romper este ciclo. Eso implica auditar el verdadero costo social y económico de las políticas actuales, transparentar los presupuestos y redirigir recursos hacia el desarrollo productivo y la formalización.
La lucha contra las drogas no se ganará con más cárceles ni más erradicaciones simbólicas, sino con alternativas económicas viables, mercados legales, prevención de adicciones y reinserción social.

El desafío no es elegir entre “DEA o MAS”, entre guerra o simulacro, sino diseñar una política propia que combine soberanía con racionalidad. Bolivia necesita dejar de representar este teatro del absurdo y empezar, por fin, a escribir una nueva obra: la de una política de drogas basada en evidencia, humanidad y desarrollo.

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