Gane quien gane en la segunda vuelta electoral del 19 de octubre quedará una impresión de que se deja algo en el pasado, una especie de noche oscura, que un sector del país quiere olvidar, como si nunca pasó. Esa “obscuridad” que duró 20 años, desde 2005, es en realidad un fantasma: el populismo. O para ser más preciso, un tipo de populismo.
¿Qué es el populismo? Y si existe, ¿Cómo sabemos que un gobierno es populista? Una larga lista de autores ha intentado resolver estas cuestiones. Uno de ellos, Benjamín Arditi -que llegó a la ciudad de Cochabamba para un seminario, hay que destacarlo- señala que hay tres escuelas para entender este concepto: una que ve al populismo como una ideología; otra que ve al populismo como discurso y la tercera que ve en el populismo una estrategia para tomar el poder y mantenerlo. Hay una cuarta que, más que una escuela, es una consecuencia del uso conceptual indiscriminado del término: el populismo “como insulto” o forma despectiva para ofender al contrincante.
El populismo aparece en nuestra historia de manera recurrente. En los último 100 años, hay hasta cuatro olas de gobiernos en el mundo occidental que se pueden considerar populismos, ya sea de derecha o de izquierda. Entonces, parece fácil llamar populismo a cualquier cosa. Incluso se dice populistas a ciertas actitudes o comportamientos, lo que complejiza más la situación.
Arditi hurga la herida y propone nuevas preguntas: ¿Existe eso del populismo? Y ¿A qué se le puede llamar populismo? Es que para el autor es un error presuponer la existencia del populismo. Incluso sugiere dejar de usar este término, o, en todo caso, guardarlo y utilizarlo solo para referirnos a una etapa histórica específica del Siglo XX.
Pero Arditi también sugiere leer la teoría con los ojos de la coyuntura. Y la coyuntura señala que el populismo, sea lo que sea, fue una característica central de los últimos 20 años en Bolivia y sigue en la boca de políticos, académicos y medios de comunicación.
La idea general, más o menos aceptada, del populismo, es que se trata de una idea que divide la sociedad entre el pueblo bueno y la élite mala, ambos homogéneos pero antagónicos, articulados por un líder fuerte, carismático y a veces irreverente, que hace de intermediario y árbitro entre las diferentes demandas y los múltiples sectores, muchas veces de manera clientelar. De ahí viene su primera “división”. Hay un populismo, digamos, “desde abajo” es decir, de clases populares; y hay otro populismo “desde arriba”, o sea, de las clases dominantes.
Es Ernesto Laclau tal vez uno de los autores más representativos del populismo. Su obra es larga y difícil de comprender, por ello nos apoyamos, una vez más, en Arditi. La demanda es la unidad básica de la teoría populista de Laclau. La demanda (cualquiera: por agua, transporte, etc) se convierte en reclamo y esta, cuando no hay respuesta afirmativa, en reclamo insatisfecho. Aquí entra otro concepto clave, la equivalencia. Muchas demandas insatisfechas, que son diferentes, pero equivalentes, se articulan y van formando, por antagonismo con el “enemigo” externo, una identidad, una frontera. En algún momento, estas demandas se representan en un significante vacío (otro término clave), que también era una demanda, pero que va vaciándose de su contenido para representar a todas las demandas de la cadena de equivalencias, mediante un proceso antagónico, para conformar un significante privilegiado o punto nodal (pueblo) que es o pretende ser hegemónico. Arditi tiene serias críticas al “formalismo” de Laclau, pero no es tema de este ensayo.
Ambas cosas, la idea de un populismo desde abajo y de un “pueblo” hegemónico, pueden servir para entender estos 20 años del MAS, no como un periodo negativo que terminó en desastre, sino como un proceso complejo lleno de subidas y bajadas. Una construcción que, sin duda, trajo, en términos éticos, una serie de problemas que no se han superado como la corrupción, el machismo y ciertos tipos de discriminación, pero que ha dejado también secuelas imborrables, como la inclusión social, la movilidad de amplias capas a clases medias, el reconocimiento de sectores tradicionalmente excluidos, todo ello reflejado en un modelo de estado – plurinacional- que aún está bajo examen.
Sin embargo, las críticas actuales contra el ciclo que termina han apuntado a destruir o poner un velo sobre todo lo avanzado y a agrandar las inocultables fallas. Al menos hacia eso apuntan los dos proyectos que disputarán esta segunda vuelta. Buscan eliminar todo rastro de populismo. Pero los últimos 20 años no se van a borrar por decreto, por ley o por 2/3 de la ALP, como no se borraron por ley los 20 años de neoliberalismo previos al MAS.
Es claro que las dos décadas de populismo, con sus luces y sus sombras, no solo que van a condicionar al próximo gobierno, sino que lo van a definir. Solo como ejemplo, Evo Morales, el líder que hoy nadie quiere recordar, es todavía “la medida de todas las cosas” en la política boliviana. Es decir, toda comparación entre un político y otro es con base a cuánto se aleja o cuánto se acerca a ser un “Evo”. De ahí que se construyen frases como “ese quiere ser como Evo” o “cambio radical”. Lo mismo pasa con el MAS y lo mismo con el “proceso de cambio”. Ambos, todavía sirven como una especie de índice comparativo de los partidos y de los proyectos políticos.
Tal vez una de las metáforas que usa Arditi nos ayude a entender por qué no se puede borrar al populismo. Porque es un espectro, -señala- una presencia inquietante, “una periferia interna o tierra extranjera interior” de la democracia o la política moderna, un fenómeno que no siempre respeta los modales de mesa de la política democrática.
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