De la misma manera que resultaría una irracionalidad negar la vertiente indígena sobre la que se asienta una parte de la identidad boliviana, resultaba un absurdo mantener la negación sistemática de la realidad urbana y mestiza de nuestra construcción social.
La apuesta ideológica y política del MAS que construyó un imaginario “originario indígena campesino”, así, sin comas que separen las 3 categorías, le generó un triunfo electoral y simbólico desde las elecciones del 2005, sobre el que educó a una generación de bolivianos; el Censo del 2024 y las elecciones recientes, nos obligan a interpretar correctamente la existencia de una realidad que se expresa en la Bolivia de las ciudades.
El mundo consolidó la vida en ciudades con la Revolución Industrial y generó un cambio de paradigma en la sociedad a través de la máquina, el reloj, la producción en cadena, la organización burocrática, el transporte masivo, la urbanización, el hacinamiento, los servicios públicos, el consumo, la aparición de los sindicatos, las reivindicaciones sociales, la migración campo ciudad por la necesidad de mano de obra industrial y mecanización del agro, y la necesidad de mayor democracia para ofrecer instrumentos de resolución de conflictos.… Bolivia no había ingresado a la revolución industrial masiva, mantuvo un modo de producción primario, extractivo y marginal y recién la Revolución del 9 de abril de 1952 significó el primer salto cualitativo y cuantitativo de la sociedad. El Censo de 1950 mostraba que el 26 % de la población vivía en ciudades y el 74% en áreas rurales. El Censo del año 2024 ayudó a superar, definitivamente, el falso debate entre lo rural y lo urbano como realidades confrontadas y ahora debemos reconocer la importancia y complementariedad de ambas dimensiones, colocando correctamente los elementos que las identifican.
El Movimiento al Socialismo asumió la diferencia como elemento ideológico, lo llevó a la política y obligó a la ciudadanía a tomar posición electoral hasta extremos complicados. Lo “originario indígena campesino”, fue impuesto como valor en las políticas públicas negando la parte urbana en la que discurre la vida de las personas, llegando al absurdo de ignorar su existencia. En la Constitución Política del Estado no existe una sola vez la palabra “ciudad”.
El crecimiento de las ciudades no es un acto discriminatorio contra la población que vive en áreas rurales, es una consecuencia de la economía de escala del proceso mundial y que obliga a tomar consciencia de una realidad que debe estar acompañado de políticas públicas; necesitamos qué, aquello que le corresponde a lo rural, siga cumpliendo su función de manera equilibrada, reconociendo culturas e identidades y la provisión de agua, alimentación, energía y materias primas para apoyar el desarrollo renovable de la vida animal, vegetal, con la utilización responsable de los minerales. El despilfarro en el que incurrió el MAS (basta recordar algunos gastos del Fondo Indígena con el aprendizaje del ruso en comunidades del altiplano), produjo una situación irrepetible en recursos económicos, disponibilidad burocrática y voluntad política, todas alineadas y absolutas, en poder de una casta que se farreó la expectativa de la gente. No se trata de desconocer la existencia de una realidad “originaria indígena campesina”, se trata de no perder la oportunidad de acompañar al mundo en la transición que está viviendo y que nos ve por decisión nuestra, como agujero negro del que, ahora, estamos en la responsabilidad de salir.
El desarrollo urbano tiene que ver con economía de escala, provisión de servicios de calidad, la incorporación del ocio productivo, el consumo responsable y el acceso universal a las condiciones que ofrece la modernidad, la inteligencia artificial, la robótica y la nanotecnología que se expresan en un celular. Hoy, esa realidad se ha expresado en votos y ya no podemos equivocarnos.
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