Era aquel domingo 25 de septiembre de 2011, cuando la tarde se vestía de naranja en la selva de Chaparina, una marcha de indígenas caminaba despacio, con la paciencia de quien sabe que la tierra no se apura. Iban varones curtidos por el sol, mujeres que sabían el secreto de las plantas que curan, ancianos con la sabiduría de siglos en la mirada, niños que apenas empezaban a descifrar el mundo. No pedían palacios ni cuentas bancarias. Solo querían que no les partieran en dos su casa, su bosque sagrado, su TIPNIS. Nuestro TIPNIS.
Pero llegaron las órdenes desde lo alto del palacio donde se toman las decisiones que duelen. El primer presidente indígena _aquel que no hablaba ni una palabra de idioma originario, aquel con apellido mestizo, aquel que se paseaba por alfombras rojas vendiendo el cuento de la Pachamama, la plurinacionalidad y la defensa de los indígenas en foros internacionales— mandó a callar con gases y palos a quienes verdaderamente defendían la Tierra. A sus propios hermanos.
La máscara se cayó ese día
Gases lacrimógenos en ojos que ya habían visto demasiado sufrimiento. Palos en espaldas que habían cargado la pobreza de generaciones. Esposas en muñecas que solo sabían trabajar la tierra y tejer esperanzas. La violencia no distinguió arrugas ni sonrisas ni llanto de los más pequeños. Ahí quedó al descubierto que el discurso plurinacional y la de un gobierno indígena era mentira, un disfraz colorido para esconder la ambición de quienes usaron a los pueblos indígenas como escalera al poder.
“Se rompió la cadena de mando”, mintió Sacha Llorenti, ese exdefensor de derechos humanos convertido en verdugo. Como si los policías hubieran decidido por cuenta propia gasificar niños un domingo cualquiera. Años después, el general Oscar Muñoz Colodro confesaría la verdad que todos sabíamos: la orden bajó clarita desde arriba, como el sol del mediodía.
El teatro plurinacional se vino abajo en Chaparina. El “Primer presidente indígena” se mostró como el más antiindígena de todos. Mientras hablaba de ama sua, ama quella, ama llulla en los simposios, sus manos se manchaban en casa con corrupción y odio, y sus políticas abrían la puerta a mineros ilegales, a cocaleros depredadores, a interculturales avasalladores, a agronegocios devastadores.
Pero aquí viene lo que los poderosos no calcularon: el corazón de los pueblos no se quiebra. Porque los marchistas, después de la brutal represión, no huyeron como lo hicieron sus represores años después. Se levantaron, se limpiaron la sangre, contaron a sus heridos y siguieron caminando hacia La Paz, llevando en sus pies descalzos la dignidad que no se compra ni se vende.
Y cuando llegaron a la ciudad del Illimani, pasó algo hermoso que ni el gobierno esperaba. Miles de alteños, paceños, bolivianos salieron a recibirlos. No con gases, sino con aplausos. No con palos, sino con vítores. Las cholitas de los mercados les llevaron sopa caliente. Los universitarios les ofrecieron sus chamarras. Las mamás les entregaron abrigos para las noches frías. Los abuelos paceños les abrieron sus corazones.
No hay tal odio
Ahí se demostró que el odio entre bolivianos no es tal. Que somos pueblo hermano, que nos duele el dolor ajeno. El odio lo sembraron otros, lo cultivaron los que necesitaban dividirnos para seguir robando desde el poder.
Mientras tanto, el Fondo Indígena, esos 3.600millones de bolivianos que debían llegar a las comunidades originarias, se convirtió en la caja chica de los aprovechadores.
Usaron el nombre y la voz de los pueblos indígenas para engordar las arcas y los bolsillos de la corrupción, precisamente como la del Fondo Indígena, mientras los Wenayek, viviendo en la indigencia, como en la colonia; los Ayoreos sin centros de salud, los Urus punto de extinguirse, los Chimanes se envenenan con mercurio de la minería ilegal que el gobierno protege y los Chiquitanos son despojados de sus tierras. La máscara se cayó, y detrás no había un rostro indígena, sino la cara familiar de la codicia, la cleptomanía y la cobardía.
Han pasado 14 años y los responsables siguen libres como pajaritos. Libres de culpa, libres de juicio, libres de consciencia. Mientras los verdaderos indígenas siguen esperando justicia, siguen cuidando bosques que otros quieren talar e incendiar, siguen protegiendo ríos que otros envenenan.
Y ahora, como si fuéramos amnésicos, aparecen nuevos caudillos queriendo repetir la misma fórmula: el salvador que se dice defensor de las mayorías, de los pobres, de la gente del campo, de los indígenas. Los mismos disfraces, los mismos engaños, las mismas mentiras envueltas en papel de regalo.
La herida de Chaparina
Chaparina no fue un error, fue una revelación. La revelación de que en Bolivia el discurso indigenista sirve solo para conseguir votos, captar fondos internacionales y quedar bien en las fotos. Pero cuando hay que elegir entre los verdaderos indígenas y los negocios turbios, siempre ganan los negocios.
Lo digo como chiquitano que soy: la herida de Chaparina sigue caminando descalza por las calles de Bolivia, haciéndonos recuerdo que la memoria de los pueblos es como las raíces de la ceiba: profunda, fuerte, eterna. Camina con los pies de los marchistas del TIPNIS que no se rindieron. Camina con los aplausos y el chairo de los paceños que los recibieron. Camina con la dignidad de los que siguen batallando y subsistiendo cada día, antes como ahora.
¿Cuántos Chaparinas más vamos a permitir antes de entender que el problema no son los apellidos sino la mentalidad racista y autoritaria que cree que el poder da derecho a todo?
La respuesta está en nuestra mente y nuestras manos, en nuestro recuerdo, en nuestra capacidad de no tropezar otra vez con la misma piedra ni con los mismos caudillos. Chaparina no se olvida. No se condona. No se repite.
La herida de Chaparina camina, hermanos. Y nosotros, los indígenas, caminamos con ella, hasta que llegue la Justicia.
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