Los recientes eventos suscitados en Sipe Sipe, donde dos concejalas fueron retenidas y sometidas a violencia, forzándolas a solicitar licencia y casi renunciar a sus cargos, son un espejo de la vulnerabilidad de nuestro sistema democrático y jurídico. Según la información y los videos de los hechos proporcionados por los medios de prensa, la coerción y la intimidación han manchado la integridad del proceso político en este caso, sustituyendo el diálogo y el respeto por tácticas que recuerdan las más oscuras épocas de autoritarismo.
La gravedad de estos hechos no solo radica en el ataque individual a las concejalas afectadas, sino en la señal de alarma desplegada sobre la seguridad y libertad de nuestros representantes electos. Esta no es solo una afrenta personal, sino un ataque directo al tejido de la representación democrática y al Estado de Derecho, que nos es tan preciado.
La violencia política —un fenómeno desgraciadamente persistente en varias partes del país— es, según la normativa jurídica nacional e internacional, un delito que socava las bases de cualquier democracia. La Constitución Política del Estado y la Ley N°243 contra el acoso y la violencia política hacia las mujeres, son normas explícitas en reconocer derechos y condenar actos que impidan o limiten el ejercicio de los derechos políticos, pero este llamado a la justicia va más allá de géneros y partidos. Es un imperativo categórico que protege la función misma de representación popular.
Al margen de la afiliación política de las concejalas, ningún servidor público debería ser sujeto de violencia o coacción que interfiera con sus deberes. Tales actos no solo son reprochables sino que constituyen un delito que exige respuesta inmediata y acciones correctivas por parte de las autoridades competentes.
Los defensores de la justicia y el estado de derecho deberían instar a una investigación exhaustiva que haga rendir cuentas a los responsables de estos actos. Y no sólo se trata de sancionar a los culpables, sino de fortalecer las instituciones democráticas contra las prácticas que las deshonran y debilitan. Y también deberían hacer un llamado a los organismos internacionales de derechos humanos a monitorear lo sucedido, a fin de asegurarse que se toman medidas adecuadas para la protección de los derechos de los servidores públicos y de la integridad del sistema político.
El mensaje debe ser claro: la violencia política es inaceptable en todas sus formas y enfrentará la oposición más firme de parte de aquellos comprometidos con la justicia y la equidad. Debe haber tolerancia cero ante estos actos, los cuales no solo dañan a los individuos directamente involucrados sino a la democracia misma y a la confianza del pueblo en sus instituciones.
Es momento que el Estado demuestre el rechazo a estos abusos y educar en favor de la tolerancia y participación política pacífica, asegurando que nuestra estructura jurídica y democrática salga fortalecida de este indignante suceso. La democracia debe demandar un mejor trato a sus electos representantes.
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