Noviembre 10, 2025 -HC-

La democracia delegativa y la trampa populista en Bolivia


Domingo 9 de Noviembre de 2025, 7:15am






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El politólogo argentino Guillermo O’Donnell, en su célebre análisis sobre la “democracia delegativa”, identificó un patrón recurrente en América Latina: presidentes elegidos democráticamente que luego se conciben como intérpretes únicos de la voluntad popular. Su legitimidad electoral les sirve de excusa para concentrar poder, neutralizar controles institucionales, usufructuar el aparato estatal y gobernar por decreto. Para O’Donnell, estos líderes son “salvadores de la patria”, investidos por el voto con una autoridad casi sagrada, que los coloca por encima de los partidos políticos, parlamentos o jueces.

Esa lógica, que él observó en Carlos Menem, Alberto Fujimori, Hugo Chávez o los Kirchner, se convirtió en una advertencia temprana contra los excesos del populismo latinoamericano. En sus palabras, la democracia delegativa es un “nuevo animal peligroso” que conserva la forma electoral de la democracia, pero vacía su sustancia republicana. La rendición de cuentas, el pluralismo y la deliberación pública se transforman en obstáculos para estos presidentes, frente a un poder que se autodefine como misión nacional.

El caso de Evo Morales encaja con precisión en el tipo ideal que O’Donnell describió. Desde su primera victoria electoral en 2005, Morales se presentó como el líder destinado a “refundar” Bolivia, asumiendo que el voto popular lo facultaba para hablar en nombre de toda la nación. En el discurso oficial, el Estado se fusionó con el proceso de cambio y el mando presidencial se erigió como su encarnación moral.

El supuesto “gobierno de los movimientos sociales” se convirtió en la versión boliviana de la democracia delegativa. En teoría, las organizaciones sindicales y campesinas serían los nuevos protagonistas de la política; pero en la práctica, se transformaron en clientelas subordinadas al Poder Ejecutivo. Los sindicatos, las federaciones y las comunidades indígenas que apoyaban al Movimiento Al Socialismo (MAS) obtuvieron ministerios, embajadas, cargos públicos y privilegios económicos, no por mérito institucional, sino como premio al alineamiento político, con el objetivo de que Evo se quedé en el poder indefinidamente y rompiendo con las normas democráticas mínimas.

La representación social y política se redujo a una forma de prebendalismo: el voto se convirtió en una moneda de cambio y la lealtad sindical, en garantía de ascenso burocrático. En palabras de O’Donnell, los mecanismos de responsabilidad y rendición de cuentas horizontal —tribunales, fiscalías, contralorías— fueron “cooptados o neutralizados”, para ser sustituidos por redes informales de poder que operaban bajo la lógica de la recompensa, extorsión, apropiación indebida de fondos públicos y mentiras convertidas en propaganda oficial desde el poder.

Guillermo O’Donnell advirtió que las democracias delegativas viven de la crisis y necesitan reavivarla constantemente para justificar su autoridad. En Bolivia, el discurso del enemigo interno —“la derecha”, “el imperio”, “los neoliberales”— fue el combustible permanente de un poder que se legitimaba a través de la confrontación. Cada crítica institucional era presentada como un intento de desestabilización.

En ese contexto, la alianza entre el Estado y los movimientos sociales adquirió un carácter extorsivo y delincuencial. Quien no apoyaba al líder era marginado de los beneficios estatales o estigmatizado como “traidor al proceso de cambio”. Así, el gobierno se transformó en un sistema de chantaje colectivo, donde la política se confundía con el reparto de rentas. Como si el voto —en lugar de ser un mandato ciudadano limitado por la ley— se convirtiera en un cheque en blanco para gobernar sin límites.

El resultado fue la erosión del Estado republicano. La independencia judicial, el control legislativo y la transparencia administrativa, se diluyeron bajo la hegemonía del partido gobernante. Los casos de corrupción —desde el Fondo Indígena hasta el desfalco de Yacimiento Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB), no fueron simples desviaciones, sino síntomas estructurales del modelo delegativo que O’Donnell describió como un poder que se siente “por encima de las partes” y que confunde su causa con los intereses de la nación.

El pensamiento de O’Donnell, lejos de ser una teoría abstracta sobre el abuso de poder por los presidentes elegidos democráticamente, ofrece una brújula crítica para comprender el derrumbe moral e institucional del proyecto populista boliviano. Su diagnóstico sobre los líderes que desprecian la deliberación, concentran poder y manipulan la crisis para perpetuarse, se cumple con exactitud en la funesta experiencia del MAS.

La democracia delegativa, bajo el ropaje de un “gobierno del pueblo”, termina siendo un autoritarismo de baja intensidad, sostenido por la manipulación simbólica y el intercambio prebendal. Cuando el voto se convierte en un instrumento de coerción y los movimientos sociales en “ministerios de lealtad política”, la ciudadanía deja de ser un sujeto democrático y se convierte en clientela. Todas las erróneas ideologías que justificaban estas distorsiones autoritarias, como las falsas ideas sobre le “potencia plebeya”, o libros carentes de sustento donde se afirmaba que los militantes decían que “el MAS es nuestro” y no de un caudillo, simplemente ocultaban las actitudes de captura clientelar y odio hacia las instituciones democráticas que, en el fondo, debían desaparecer al ser desfalcadas por la “misión histórica” de quienes detentaban el poder.

O’Donnell tenía toda la razón. La mayor amenaza para la democracia latinoamericana, no proviene de un golpe militar, sino del uso plebiscitario del poder, disfrazado de legitimidad popular. Bolivia, en su deriva de Estado corporativo y corrupción institucionalizada, confirma que las advertencias de O’Donnell, no fueron una teoría académica, sino más bien una precaución moral y política frente al retorno del caudillismo bajo nuevas máscaras. El voto soberano no le da derecho a ningún sindicato u organización popular, a exigir un ministerio o cuotas de poder y, peor aún, el voto tampoco le da al presidente, la legitimidad para disponer, arbitrariamente, del Estado como si éste fuera un capricho hecho realidad.

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