Ella era incapaz de recordar el último golpe, pero el primero emergía del abismo de la intolerancia; aquel instante arrebatado al tiempo se repetía al oír su voz.
- Hola. Papá está en casa. Decía con entusiasmo y la buscaba en su hábitat natural.
- ¿Qué hay para cenar? Preguntaba besándola en la frente.
- Algo.
-Esa no es una respuesta.
Había aprendido a callar y quien calla otorga. Su madre se lo recomendó. Era una estrategia que funcionaba. Un eficaz mecanismo de defensa que mantenía a raya al depredador. Pero, en ciertas ocasiones las cosas se complicaban. Poco importaba que la televisión embobara a los críos. Él se daba modos de hacerle saber quién era el gobernante del archipiélago de tierra violácea que se extendía por la piel de aquella mujer educada al amparo de los valores bendecidos por un dios demasiado cruel.
- Nunca te irás de aquí. Me necesitas. ¿Quién trae el dinero a casa? Le susurraba mientras ella se acurrucaba contra los azulejos, cerrando los ojos en procura de una tabla de salvación que no estaba en un juzgado de familia, menos en las leyes, ni siquiera en la denuncia pública.
- ¿Me oyes? ¿Acaso produces algo?
A papá le gustaba zaherir a mamá. Lo disfrutaba. Así conseguía descargar la frustración contenida. Siempre me pregunté por qué no reaccionaba y, créeme, estuve a punto de interpelarla rogando que lo hiciera. Fue innecesario.
- Ya veo -deslizó papá sinuoso-Piensas que eres más inteligente que yo porque te pasas la tarde en la terraza con ese libro de mierda entre tus manos, viviendo otras vidas a falta de una propia. ¿Sabes? Me das lástima y eso, querida, es terrible.
Mamá trazó una sonrisa y su rostro eternamente apesadumbrado se iluminó como la aureola que corona a los mártires torturados hasta la muerte en defensa de su fe. Y es que ella creía en el poder de los sueños construidos con palabras libertadoras y en el espacio vacío en la cama, aquella frontera definitiva entre sus cuerpos.
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