No hay barrotes, pero hay controles arbitrarios. No hay juicio, pero hay interrogatorios.
No hay delito, pero siempre hay sospecha. En los aeropuertos del siglo XXI, muchas personas no solo cargan maletas: cargan también pasaportes de países del Sur Global, acentos distintos, rostros que incomodan. Y eso basta. Basta para ser detenidas sin causa, revisadas sin respeto y tratadas como una amenaza invisible. Basta para perder un vuelo, una conexión, un derecho. Se invoca la palabra “seguridad”, pero detrás de esa palabra se esconde una práctica constante: la de dejar sin garantías a quienes ya viajan sin poder.
El artículo 9 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos es claro: ninguna persona puede ser privada de su libertad de forma arbitraria (Naciones Unidas, 1966). Sin embargo, entre las luces frías de las terminales, esa norma parece no aplicar. Lo que debería ser un control migratorio se convierte muchas veces en un espacio de poder sin fiscalización. En un lugar donde la ley se diluye y la dignidad se negocia con mirada de desconfianza. A veces son mujeres solas. A veces son jóvenes racializados. A veces son activistas incómodos o personas migrantes con pasaportes que “sospechan”. No hay orden judicial. Pero hay listas. No hay delito. Pero hay prejuicio.
El caso de Maher Arar, un ciudadano canadiense de origen sirio, lo recuerda con crudeza. Fue detenido en el aeropuerto JFK de Nueva York en 2002, incomunicado, trasladado ilegalmente a Siria, y torturado durante casi un año. Posteriormente, el propio gobierno de Canadá reconoció que fue víctima de detención arbitraria y entrega extrajudicial (Commission of Inquiry, 2006).
En Europa, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha identificado prácticas similares en casos como M.A. v. Lithuania (2020), donde solicitantes de asilo fueron rechazados sumariamente en zona aeroportuaria sin acceso a asistencia legal ni a mecanismos de apelación, violando el artículo 13 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (TEDH, 2020).
También lo vivió una boliviana que viajaba a Costa Rica vía Estados Unidos. La aerolínea le negó el embarque alegando que no tenía visa, aunque en ese momento Costa Rica la otorgaba al llegar. No le ofrecieron solución, solo la obligaron a comprar otro pasaje. Pagó por un error que no era suyo. Otra boliviana fue retenida en Portugal sin explicación, sin orden escrita ni asistencia consular. No pudo subir al avión y la desviaron a otro vuelo sin explicarle nada. Solo el silencio. Y cómo olvidar el caso de una mujer boliviana a la que, en migración en Santa Cruz, le pidieron bajarse el pantalón para una “revisión”, mientras un oficial simplemente observaba. Porque el silencio, la humillación y el abuso también viajan en clase turista. Solo que no figuran en las estadísticas, ni en boletines oficiales. Pero están ahí, habladas en español, en quechua, en aimara. Y siguen ocurriendo.
¿Quién protege a quienes quedan atrapados en ese limbo que no es ni territorio pleno ni espacio libre? ¿Qué derechos valen cuando la persona está en tránsito y no encaja en ninguna categoría legal? Lo cierto es que el silencio legal no es inocente. Cuando el derecho calla, el abuso se normaliza. Por eso es urgente que los Estados, y en particular Bolivia, impulsen un protocolo claro, ético y obligatorio para proteger a las personas en tránsito, incluso en espacios que los sistemas jurídicos consideran "zonas grises".
En un contexto de creciente movilidad humana, se vuelve imprescindible fortalecer los estándares mínimos de protección en zonas aeroportuarias. Garantizar el acceso inmediato a asistencia consular y a interpretación intercultural, limitar los registros corporales únicamente a casos excepcionales y debidamente justificados, y permitir la supervisión independiente por parte de instituciones defensoras de derechos humanos no debilita la seguridad, sino que la legitima. Estas medidas no buscan eliminar el control migratorio, sino asegurar que este se ejerza con respeto, proporcionalidad y dentro del marco del derecho internacional.
Estos estándares deben estar alineados con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 9 y 26), el Protocolo de Palermo (2000), y la Convención sobre Trabajadores Migratorios (1990). Porque no se trata de un favor. Se trata de una obligación internacional. Bolivia puede y debe liderar, desde su Constitución y su identidad plurinacional, una propuesta de justicia en tránsito. Una que escuche a quienes han sido callados entre mostradores, pasaportes y escáneres. Una que no solo proteja cuerpos, sino que reconozca historias, raíces y dignidades que viajan con derecho.
Porque la wiphala también puede ondear en los aeropuertos. Y porque la justicia andina, esa que honra a la comunidad y al respeto por el otro, puede ser la mejor respuesta frente a una migración global deshumanizada. Los derechos no deben detenerse en la puerta de embarque. Y la soberanía jurídica del sur debe empezar donde más se la niega: en los cuerpos que cruzan, en los rostros que esperan, y en las voces que no caben en una visa.
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