Una vez más, el fútbol boliviano se ve empañado por el fantasma de los malos arbitrajes. Lo que debería ser una fiesta deportiva se convierte, jornada tras jornada, en un campo minado de decisiones cuestionables, errores groseros y una creciente sensación de impunidad. El reciente escándalo protagonizado por el árbitro Gabriel Mendoza en el empate entre Bolívar y Always Ready es solo una página más de un libro que ya parece interminable.
El partido, disputado en el estadio Hernando Siles, terminó en un 2 a 2 que dejó más indignación que fútbol. Mendoza convalidó un gol de Always Ready precedido por una clara mano de Marcelo Suárez, acción que ni siquiera fue revisada por el VAR. Como si eso no bastara, Bolívar terminó con tres jugadores expulsados, en un desenlace que muchos consideran desproporcionado y perjudicial para el equipo académico.
La reacción no se hizo esperar. Bolívar exigió los audios del VAR y recusó formalmente a Mendoza y a todo su equipo arbitral, incluyendo al juez VAR Rafael Calani. La Comisión de Árbitros respondió con una suspensión provisional, pero la medida, aunque necesaria, suena más a parche que a solución.
El problema no es nuevo. Desde hace años, los errores arbitrales han sido una constante en el fútbol nacional. Lo preocupante es que, lejos de disminuir, parecen multiplicarse. ¿Falta de capacitación? ¿Presiones externas? ¿Desidia institucional? Las causas pueden ser múltiples, pero el resultado es uno solo: un campeonato que pierde credibilidad y una afición que se siente burlada.
El fútbol boliviano necesita una reforma arbitral profunda, seria y urgente. No basta con suspensiones temporales ni con comunicados indignados. Se requiere transparencia, profesionalismo y, sobre todo, voluntad política para sanear un sistema que hace mucho dejó de ser confiable.
Porque cuando el árbitro se convierte en protagonista por las razones equivocadas, el verdadero perdedor es el fútbol.
Lo acontecido el pasado domingo no solo roza lo antideportivo, sino que desnuda con crudeza la precariedad estructural de nuestro arbitraje: una esfera en la cual la incompetencia, lejos de ser corregida, parece institucionalmente tolerada. No es descabellado pensar que ciertos silbatos, lejos de impartir justicia, se han convertido en partituras disonantes en una sinfonía que debería exaltar la equidad; y que se asemeja más bien a la realidad planteada por Carl Orff en su extraordinaria composición de Carmina Burana, que refleja en toda su intensidad sinfónica, las altas y las bajas de la vida cotidiana del ser humano.
Mientras el VAR permanece mudo ante flagrantes irregularidades, la hinchada sospecha que la vista gorda ya no es accidente, sino protocolo. Lo grave no es únicamente el yerro grosero y determinante, sino la reiteración de estos episodios sin consecuencias tangibles, como si el sistema entero se replegara tras un telón de silencio cómplice. ¿Hasta cuándo seguirá el fútbol boliviano rehén de sus propios jueces?
En Bolivia el arbitraje no es una profesión, sino una ocupación secundaria que se ejerce entre jornadas laborales, compromisos familiares y apuros económicos. La mayoría de los jueces del fútbol nacional no vive del silbato, sino que sobrevive con él. Alegan —y algunos los excusan— que la falta de profesionalización justifica sus polémicos errores, como si la precariedad fuera licencia para la mediocridad. Pero el fútbol, ese fenómeno social que moviliza pasiones y economías, no puede seguir siendo arbitrado por quienes lo tratan como un pasatiempo mal remunerado.
Lo paradójico es que muchos de estos árbitros anhelan el estatus y la retribución de sus pares en ligas vecinas, donde el profesionalismo no es un privilegio, sino un estándar. Quieren ganar como en Brasil o Argentina, pero sin someterse al rigor, la preparación y la transparencia que exige ese nivel. Así, el discurso de la victimización se convierte en escudo ante la crítica, mientras el fútbol boliviano continúa atrapado en un círculo vicioso: árbitros que no se profesionalizan porque no ganan bien, y que no ganan bien porque no se profesionalizan. Y en medio de esa contradicción, el espectáculo pierde, la afición se desencanta y la justicia deportiva se diluye entre excusas.
Porque en un fútbol en el cual los errores arbitrales se han vuelto paisaje, contar con buenos jueces debería dejar de ser un lujo y convertirse en norma. No hay espectáculo posible sin credibilidad, y ningún sistema puede aspirar a la excelencia si quienes imparten justicia lo hacen entre la improvisación y el desgano. La esperanza, sin embargo, no está perdida: bastaría con que, quienes hoy piden reconocimiento, lo construyan desde la autocrítica y el compromiso.
Profesionalizar el arbitraje no es solo una deuda con los clubes; es una promesa con el futuro del fútbol boliviano.
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