La noche del 28 de noviembre de 2016 quedó suspendida en la memoria colectiva como una tragedia que excede las fronteras del deporte: un avión Avro RJ85 de la aerolínea LaMia, procedente de Santa Cruz y con destino a Medellín, se estrelló en las cercanías del Cerro Gordo —hoy rebautizado Cerro Chapecoense— dejando 71 muertos y apenas 6 sobrevivientes, entre ellos gran parte del plantel del club brasileño Chapecoense, periodistas y dirigentes. Lo que debió ser un viaje hacia la coronación continental se transformó en un corte abrupto, casi cruel, de un relato deportivo que el mundo contemplaba con simpatía. No fue una fatalidad ciega, sino la consecuencia de decisiones humanas concretas, erradas y temerarias. Nueve años después, la magnitud del desastre no reside solo en el número de víctimas, sino en la incómoda constatación de que, para ciertos sistemas, el duelo es corto y el olvido, veloz. Como si, del mismo modo en que el fuselaje se desintegró en la ladera de una montaña colombiana, la responsabilidad se hubiese deshecho en el aire administrativo y político boliviano.
Los informes técnicos fueron inequívocos: el vuelo 2933 se precipitó a tierra por agotamiento de combustible, producto de una planificación que rozó lo absurdo y de una gestión de riesgo “inapropiada” por parte de la empresa LaMia, unido a la omisión de los pilotos de declarar a tiempo la emergencia de combustible ante el control aéreo. No fue un error aislado, sino la culminación de una cadena de negligencias que empezó mucho antes del despegue. Una compañía de capital venezolano que operaba bajo bandera boliviana, una estructura empresarial frágil, autorizaciones que se otorgaron con liviandad, controles que se relajaron hasta volverse casi decorativos: el accidente fue también el espejo de una institucionalidad que aceptó convivir con la informalidad como si fuese una práctica inocua. Cuando un sistema permite que un avión cruce un continente volando al límite de combustible, lo que se agota no es solo el jetfull: se agota la credibilidad de las autoridades de entonces que, debieron impedir ese despropósito.
Resulta incómodo admitirlo, pero la tragedia del Chapecoense pasará a la historia no solo como un duelo internacional, sino como una de las más grandes vergüenzas de la aviación boliviana. Bolivia quedó asociada, en la narrativa global, no a un hito tecnológico ni a una mejora normativa, sino a una empresa que hizo todo mal y a una cadena de supervisores que miraron hacia otro lado. El país que prestó su matrícula y su jurisdicción a una aerolínea imprudente terminó expuesto ante el mundo como un Estado que no supo estar a la altura de la responsabilidad que implica autorizar vuelos comerciales internacionales. Esa es la herida menos visible, pero más profunda: la conciencia de que la tragedia no fue, en esencia, “mala suerte”, sino la consecuencia de una cultura donde lo informal, lo improvisado y lo complaciente encontraron en el cielo un escenario para su máxima expresión.
Casi una década después, lo que debería haber sido un punto de inflexión se ha ido diluyendo en una nebulosa de trámites inconclusos, procesos judiciales fragmentados y silencios institucionales. Mientras en Brasil las familias y la sociedad civil insistieron en reabrir expedientes y exigir documentación a las autoridades bolivianas de aeronáutica civil en esa época, sin suerte alguna, el caso parece sobrevivir más por la persistencia de las víctimas que por la voluntad de los reguladores. En Bolivia, el tiempo operó como un barniz opaco: la indignación inicial dio paso a una rutina donde el caso emerge solo en aniversarios redondos o cuando algún cable internacional recuerda que, en algún despacho, falta un informe, una firma o una respuesta. Así, la tragedia que conmovió al mundo del fútbol corre el riesgo de convertirse en un expediente más, archivado en una caja metálica que nadie abre, mientras el relato público se acomoda a la comodidad del olvido.
Hay una metáfora cruel en el destino de este caso: así como un avión, una vez en el aire, deja apenas una estela efímera que el viento borra, también la memoria institucional parece diseñarse para que las responsabilidades se disipen sin dejar huella. El Chapecoense depositó su confianza en una aerolínea, en un Estado y en un sistema de control que, en teoría, debían garantizar que ese viaje fuese seguro. Esa confianza fue traicionada no solo por la tripulación osada que decidió volar con combustible insuficiente, sino por cada firma estampada en autorizaciones complacientes y por cada omisión en los controles que debieron encender las alarmas mucho antes de la tragedia. Lo verdaderamente escandaloso, nueve años después, es que esa confianza mancillada no haya sido resarcida con una transparencia ejemplar, reformas profundas y una pedagogía pública que eleve el estándar ético de la aviación. En cambio, el caso se fue desdibujando, como si el descrédito pudiera ocultarse simplemente cambiando de autoridades, en ese régimen cuestionado y corrupto.
Reflexionar sobre esta tragedia es más que un ejercicio de memoria: es una interrogación moral dirigida a un país y a su manera de administrar el riesgo y la responsabilidad. Cada avión que despega desde territorio boliviano carga, de manera invisible, con el precedente del vuelo 2933, con las 71 vidas que no llegaron a destino, con las familias que aún buscan explicaciones convincentes y no meras coartadas burocráticas. Un sistema que no aprende de sus catástrofes está condenado a repetirlas, aunque los detalles cambien. La pregunta que debería incomodarnos no es solo qué ocurrió aquella noche en el cielo colombiano, sino qué ocurrió —y sigue ocurriendo— en los despachos bolivianos donde se diseñan las normas, se otorgan permisos y se decide cuán rigurosos seremos con aquello que no admite margen de error.
A nueve años, la tragedia del Chapecoense nos coloca frente a un dilema que va más allá de la aviación y del fútbol: o se acepta la comodidad del olvido, donde todo se diluye en la niebla del tiempo, o se asume la incómoda tarea de transformar la vergüenza en reforma, y el duelo en compromiso ético. Honrar a las víctimas no consiste solo en minutos de silencio o en placas conmemorativas, sino en asegurar que ningún equipo, ningún pasajero, vuelva a subir a un avión cuya seguridad dependa de la temeridad de una tripulación o de la negligencia de una autoridad de turno.
Si algo debería permanecer indeleble en la conciencia boliviana es la certeza de que el cielo no tolera improvisaciones: cada firma, cada permiso, cada verificación es, en última instancia, una promesa de vida. Y las promesas, cuando se rompen a once mil metros de altura, no caen únicamente sobre una montaña extranjera, sino sobre la reputación y la dignidad de todo un país.
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