Antes de 1989, cuando se adoptó la Convención sobre los Derechos del Niño, el mundo veía a la infancia desde la caridad y la beneficencia. Se pensaba que las niñas y los niños necesitaban comida, educación, salud, familia y cariño. Esa mirada los entendía como seres pasivos, dependientes de la buena voluntad de los adultos. Pero con la creación de los derechos de la niñez, el enfoque cambió radicalmente: ya no hablamos de necesidades, sino de derechos. Y eso significa una diferencia profunda —moral, legal y política—, porque satisfacer sus necesidades dejó de ser un acto de compasión para convertirse en una obligación de justicia.
Sin embargo, 36 años después, todavía no logramos escuchar verdaderamente a la niñez. El mundo —y especialmente Bolivia— sigue hablando sobre las niñas y los niños, pero pocas veces con ellos. Se planifica, se decide, se legisla y se actúa en su nombre, pero raramente se les pregunta qué piensan, qué sienten o qué sueñan.
En Bolivia viven más de 3,6 millones de niñas, niños y adolescentes, casi un tercio de la población. Pero no todos tienen las mismas oportunidades: algunos estudian y juegan, otros trabajan; unos crecen rodeados de afecto, otros viven entre la violencia o la ausencia; algunos disfrutan de tres comidas al día, mientras otros enfrentan el hambre o la exclusión.
Desde la experiencia de Aldeas Infantiles SOS, que trabaja junto a la niñez y las familias en contextos de pobreza, violencia y desigualdad, hemos aprendido algo esencial: si escuchamos a las niñas y los niños podemos construir un mundo con y para ellos. Tienen ideas potentes, sensibles y transformadoras. Cuando se les escucha, proponen soluciones reales a los problemas de sus comunidades, hablan de justicia, de amor, de respeto al medioambiente, de justicia.
Pero para escucharlos hay que tener la disposición de entrar en su mundo con respeto, sin subestimarlos ni imponerles la mirada adulta. Hay que crear espacios donde puedan expresarse libremente y donde su palabra tenga consecuencias. Porque no basta con preguntarles qué opinan: hay que incluir sus voces en las decisiones que afectan sus vidas, tanto en la familia como en la escuela, la comunidad o las políticas públicas.
Escuchar a la niñez no debe ser un gesto simbólico, debe ser una urgencia ética, política y social. Solo si los adultos —padres, madres, maestros, líderes sociales, autoridades y comunicadores— aprendemos a oírlos de verdad, podremos construir un mundo mejor, uno donde la justicia empiece por el derecho de cada niña y niño a ser escuchado y tomado en serio.
En este 36 aniversario de la Convención de los Derechos del Niño, hagamos algo más que recordarlos: escuchemos y actuemos, porque sin la voz de las niñas y niños, ningún futuro será realmente humano.
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