Agosto 20, 2025 -HC-

Se acabó…


Miércoles 20 de Agosto de 2025, 10:15am






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El 17 de agosto de 2025, y tras 20 años de controlar la vida política, económica e institucional del país, el Movimiento al Socialismo sufrió una derrota plena y contundente en las urnas, y sus candidatos fueron desplazados sin posibilidad alguna de disputar el poder. Este hecho no solo significa la caída de un partido, sino el final del régimen más poderoso que tuvo Bolivia en el siglo XXI.

Cuando Evo Morales llegó al gobierno en 2005 con el 54% de los votos, lo hizo prometiendo transformación y justicia social, y capitalizando un momento de descontento social y de agotamiento del sistema político heredado de los años 90. Pero lo que comenzó como una promesa de “vivir bien” terminó consolidándose como un proyecto de poder sin límites, que desvirtuó las instituciones, desperdició una bonanza económica inédita y dividió a la sociedad boliviana como pocas veces en la historia.

El MAS nunca fue, en esencia, un proyecto ideológico consistente, no creó un modelo de desarrollo y no tuvo una visión de país a largo plazo. Fue solo una amalgama oportunista construida a partir de la narrativa del nacionalismo revolucionario de 1952, la retórica del “Socialismo del Siglo XXI”, y las corrientes populistas de la agenda del Grupo de Río. Ese cóctel ideológico sirvió más como disfraz que como programa, y su propósito real fue sostener la hegemonía política del partido.

En lo económico, el régimen del MAS se apoyó en circunstancias externas favorables: el auge de los precios del gas natural, el incremento de la demanda de minerales y el repunte de la soya y otros commodities. No hubo, en sentido estricto, un modelo económico estructurado. Lo que existió fue un período de abundancia extraordinaria que permitió financiar políticas expansivas, transferencias y proyectos de infraestructura, muchas veces sin estudios de factibilidad y con altísimos costos de corrupción. Lo que hubo fue una ilusión de prosperidad sostenida por precios internacionales y una maquinaria de poder y propaganda que utilizó recursos públicos para eternizarse.

En lo social, el MAS tomó prestada la teoría gramsciana de la hegemonía cultural, adaptándola a un “neosocialismo” y generando contradicciones artificiales de indígenas contra mestizos, campo contra ciudad, ricos contra pobres, mujeres contra hombres, cambas contra collas. Estas tensiones fueron cultivadas y exacerbadas, porque mantenían a la sociedad ocupada en luchas simbólicas mientras el poder se consolidaba mediante leyes hechas a medida, control de instituciones y persecución selectiva de opositores. Con el discurso de “proceso de cambio”, convirtieron a las instituciones en extensiones de su control partidario; el Poder Judicial fue capturado, el Órgano Electoral subordinado y la Asamblea Legislativa convertida en caja de resonancia.

El masismo sobrevivió veinte años porque no tuvo equilibrios ni contrapesos. Los líderes opositores fueron derrotados en más de 20 procesos electorales. Nunca construyeron visión ni propuestas sólidas. Se abandonaron a la hegemonía masista y su discurso electoral y político giró siempre alrededor de lo que decía o hacía Evo Morales. Fue un tiempo de silencio, en el que el relato oficialista se impuso no solo por el control, sino también por la ausencia de alternativas.

Hoy, esa era ha llegado a su fin. El MAS ya no es un partido con capacidad de incidir en el futuro político. De tener 97 parlamentarios (58% el total), tras las elecciones del 17 de agosto, entre las dos facciones solo lograron incluir un diputado.  Sus operadores en el Órgano Judicial cambiaron de bando o se mantienen a raya tras la detención de jueces que intentaron favorecer a Morales. Sus representantes en el Órgano Electoral aparecen como grandes demócratas, e incluso alcaldes y gobernadores electos por ese partido, hoy se proclaman disidentes o institucionalistas.

Podrán existir aún sus dirigentes, sus serviles y sus operadores, pero carecen de legitimidad, credibilidad y relevancia. Lo que sigue para ellos es la diáspora de los derrotados: algunos se sumarán abiertamente al gobierno entrante, otros se disfrazarán para sobrevivir en la política, algunos huirán para evitar la justicia, y la mayoría se resignará a la irrelevancia.

Lo que queda atrás son dos décadas perdidas; un experimento que nunca debió ser y que deja un país empobrecido, dividido y atrasado. Un país sin proyecto nacional, industrialización, diversificación, revolución educativa ni autonomía, y excluido del escenario internacional, de la modernidad y del progreso.

El desafío de hoy es monumental. Construir un proyecto nacional que nos devuelva la fe en Bolivia y que supere el fantasma del masismo. Un proyecto que apueste por la libertad, la democracia, la institucionalidad y la economía abierta. Que fomente la inversión, el empleo productivo y la integración internacional.

Pero el reto es mayor para la clase política.  Sin el pretexto de la persecución política, el modelo o la hegemonía masista, los líderes emergentes y quienes asuman el poder legítimo, deberán tener la solvencia, firmeza y capacidad para sacarnos de la crisis, restablecer la institucionalidad, reconstruir la democracia y ofrecer al país un horizonte de paz progreso y libertad.

La caída del MAS no significa la llegada automática de un tiempo mejor. Significa que se abre una posibilidad. Si esa posibilidad no se aprovecha y si los políticos insisten en volver al siglo pasado, la historia puede repetirse bajo otros nombres y otras banderas.

Después de veinte años, Bolivia tiene la oportunidad de refundar la política e iniciar un nuevo ciclo. Uno donde se cierre de una vez la era del populismo extractivista y se abra el camino hacia una república moderna, libre y próspera. Ese es el verdadero desafío que tenemos por delante.

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