Anoche, Bolivia no jugó sola: jugó con la fuerza y la energía de todo un pueblo, y con la complacencia de Colombia, que honró su camiseta con la que dijo que jugaría como si no hubiera clasificado aún. Y nos regaló un aventón de parcero en la carrera más difícil del fútbol: llegar a un Mundial.
La Verde se paró en la cancha con lo que tenía, con lo que podía, con la fe intacta. En cada quite, en cada balón dividido, en cada segundo de sufrimiento, había un país entero apretando los dientes, mordiendo las uñas. Y cuando el VAR, ese monstruo implacable de mil ojos, hizo sonar su alerta, el destino pareció abrirnos una rendija de luz. Miles corazones a punto de salirse del pecho latían al mismo ritmo. En ese mismo instante, en el otro extremo del mapa, en la llanura de las arepas, Colombia cumplía su palabra. Jugó de frente, sin especular, con la hidalguía del fútbol de los viejos tiempos. Demostraron ser verdaderos parceros, de esos que la historia sabrá reconocer, porque han devuelto el fútbol de antaño, ese que se respeta por méritos, no por conveniencias.
Entonces vino Miguelito. Ese zurdito que ya nos ha hecho gritar hasta quedarnos afónicos. Frente al arco, frente al peso de una nación sobre sus hombros, no titubeó. En ese instante se detuvo el mundo para un país tan falto de alegrías llamado Bolivia. Pateó con el alma, con la inocencia de aquel que jugaba de niño en el barrio, pero con la ambición de crack: ¡Goooooooooool!... gritamos millones de gargantas, desde la tribuna de Villa Ingenio hasta las casas humildes, desde los bares hasta las oficinas. Bolivia volvió a llorar de alegría. ¡Qué hermoso es el fútbol cuando se juega con el corazón! ¿Qué habrá pensado Ancelotti desde el borde de la cancha, viendo esa zurda que ya nos tiene acostumbrados a celebrar?
Alguien dirá que preferimos el fútbol a pensar en la crisis. Y qué importa. Llevamos 200 años en crisis, pero esta alegría nos hace olvidar por un momento lo duro de nuestra historia. Nos une, nos abraza. Por lo menos hoy, no hablaremos de política. Hoy hablaremos de un 1 a 0 que sabe a felicidad, más aún si se le gana al pentacampeón.
Como soldados
Nos mantenemos en ascuas hasta el repechaje, sí, pero esa espera nos hace sentir vivos. Es como en la Guerra del Chaco: los soldados, por primera vez en la historia, se sintieron bolivianos totalmente, se sintieron un solo país. Y fueron a luchar. Hoy, el balón hace lo mismo: nos reúne, nos hermana, nos convierte en nación.
¿Y qué se les puede reclamar a estos muchachos de la Verde? Casi nada. Lo han dado todo. Nos han devuelto la esperanza que creíamos olvidada, como en aquellos años dorados del 94, pero ahora sin fantasmas, con sueños nuevos. Nos tienen en vilo, sí, como en segunda vuelta electoral, con el Jesús en la boca; pero esta vez es distinto: el fútbol une, la política divide. Hoy no se habla de caudillos ni de escándalos; hoy se habla de la Selección, de la fe, de un 1 a 0 que sabe a gloria.
Ahora se oye ese grito unánime que se escuchó desde El Alto hasta Santa Cruz, desde Cochabamba hasta Sucre, desde Pando a Tarija, ese rugido que dice «Bolivia puede, Bolivia sueña, Bolivia no se rinde».
El pitazo final fue un abrazo colectivo. Hoy, la garganta arde, los ojos ya no tienen lágrimas, pero el corazón late con más fuerza que nunca. Queda trecho, queda sufrimiento, queda repechaje. Pero hoy Bolivia volvió a soñar. Y en este país tan golpeado por la rutina amarga, soñar es ya una victoria.
¡Vamos Bolivia, carajo! ¡El Mundial nos espera!
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