Vivimos una época en la que la política ha dejado de ser un espacio de deliberación racional para convertirse en un espectáculo. Este proceso de espectacularización transforma el acto político en un show mediatizado, cuyo objetivo ya no es fomentar el pensamiento crítico o el debate informado, sino captar atención y generar impacto visual.
En Bolivia, esta tendencia ha quedado patente en los últimos procesos electorales. Las campañas se han convertido en puestas en escena, con escenografía, actuación, público y dramatización. La forma ha desplazado al fondo: ropa cuidadosamente elegida, teatralización del discurso, victimización, emoción desbordada y una carga simbólica intensa reemplazan a los argumentos sólidos y propuestas viables.
Las redes sociales han amplificado este fenómeno. Memes, videos virales y gestos diseñados para la cámara predominan sobre las ideas. En lugar de debates de fondo, se priorizan mensajes breves, emocionales y polarizantes. En este nuevo escenario, el objetivo no es convencer, sino ser visto.
La política se vacía de contenido y se llena de efectos especiales. La seducción emocional —basada en el conflicto, la polarización y el show— ha debilitado el diálogo democrático.
Los problemas complejos se reducen a eslóganes, imágenes y discursos simplificados. Se construyen antagonismos binarios entre “ellos” y “nosotros”, eliminando matices y cerrando el paso a la reflexión. Como bien lo expresó Vargas Llosa, vivimos en una “civilización del espectáculo” —y Bolivia no es ajena a esta realidad.
Los medios de comunicación también han contribuido a este escenario. Más que informar, algunos se han vuelto parte del espectáculo: toman partido, refuerzan narrativas, y adaptan sus formatos al ritmo de las campañas. La función crítica y plural del periodismo queda relegada frente al imperativo de captar audiencias.
En este escenario se consolida un híbrido entre política y entretenimiento conocido como "politainment", que prioriza captar atención por encima de informar. La política se presenta bajo formatos propios del espectáculo: discursos en vivo, debates con estética de reality y escándalos convertidos en telenovelas. Esto no solo empobrece el debate, sino que también debilita la calidad democrática.
La espectacularización de la política conlleva graves riesgos: desinformación, manipulación del mensaje y pérdida de la noción de realidad. Los hechos se transforman en shows mediáticos continuos donde se movilizan masas, se denuncian conspiraciones y se construyen narrativas de persecución o fraude.
En este contexto, el marketing político se ha consolidado como un elemento central del espectáculo, convirtiendo la política en un producto diseñado para ser consumido. Lo que prevalece no es la propuesta, sino la forma en que se presenta. Como resultado, se configura una ciudadanía atrapada en narrativas superficiales, alejada del pensamiento crítico y de una participación deliberativa real.
Desde esta perspectiva, urge preguntarnos: ¿qué espacio estamos dejando a la democracia, al pensamiento crítico y al debate de ideas, tan esenciales en tiempos de crisis?
///