Los resultados de las elecciones del 17 de agosto han sido categóricos. El 94% de la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP) está ahora en poder de partidos demócratas institucionalistas y liberales, mientras la izquierda está reducida a apenas ocho diputaciones, sin representación en el Senado. Según las normas de la ALP, el MAS no tendrá participación en las directivas de cámaras, comisiones o comités, y aunque mantendrá derecho a voz y voto, en términos legislativos ha quedado reducido a la irrelevancia.
Hoy la Asamblea es plural, sin mayorías hegemónicas y con varios frentes y Alianzas que representan la diversidad nacional. Ese escenario, después de 20 años, necesitará diálogo, debate y consenso para aprobar leyes, en lugar de la imposición desde el Ejecutivo.
Territorialmente, la izquierda fue derrotada en todos los departamentos y tuvo mayoría solo en 23 de los 340 municipios del país, es decir un 0,6%. Su poder estatal se esfumó completamente. El Órgano Judicial –que durante dos décadas permaneció sometido a su control--, hoy empieza a liberar a los presos políticos, mientras el Órgano Electoral ha organizado elecciones sin los indicios de fraude que caracterizaron los anteriores comicios.
El mandato ciudadano a los nuevos gobernantes es claro: producir un cambio profundo y sustantivo en el rumbo del país, es decir el modelo institucional, la política económica, la gobernanza y la relación del Estado con la sociedad.
Más allá de la crisis económica que debemos resolver con urgencia, es imprescindible reconstruir la unidad de la Patria, dejando atrás el artificio del llamado Estado Plurinacional. Ese experimento etnocentrista, creado por el populismo para dividir al país y apropiarse de las justas reivindicaciones de los pueblos indígenas, terminó siendo un instrumento de control y justificación del extractivismo sindicalizado. A 16 años de su imposición, solo el 37% de los bolivianos se identifica como indígena, el 55% de los habitantes rurales vive en la pobreza, y la mitad de los pueblos indígenas está en proceso de extinción. Ése es el legado de un modelo que profundizó la desigualdad y dejó al país al borde del enfrentamiento.
Otro mandato es recuperar la institucionalidad democrática como base de la gobernabilidad. Es urgente desmontar el poder de los llamados “movimientos sociales”: grupos prebendales y sin ninguna representatividad ni legitimidad que reemplazaban al Parlamento, imponían leyes, nombraban autoridades y encubrían un sistema de corrupción e informalidad que debilito estructuralmente la economía y el orden constitucional.
Una de las primeras tareas de la ALP será reformar la justicia y recomponer los Órganos del Estado, eligiendo a los miembros del Tribunal Electoral y del Tribunal Constitucional con criterios de independencia, meritocracia y probidad. Del mismo modo deben designarse a las autoridades de la Contraloría, el Banco Central, la Procuraduría y otras entidades públicas descentralizadas, que hasta ahora permanecen sometidas al interinato y a favores políticos.
Es imprescindible retomar la agenda autonómica, paralizada por el centralismo radical que, en vez de fortalecer las capacidades locales de gestión, subordinó a los departamentos y municipios a un Estado que concentra las decisiones y las finanzas.
Las contradicciones de la Constitución y la incorporación forzada de las autonomías regionales e indígenas, complejizaron los mecanismos de coordinación y generaron un enredo jurídico donde las competencias se solapan, se disputan o terminan siendo neutralizadas por normas emitidas desde La Paz. En vez de facilitar gobernabilidad, la autonomía masista sembró incertidumbre, ineficiencia y parálisis institucional.
En este ámbito, el pacto fiscal, se convierte en una prioridad ineludible para distribuir los recursos de manera equitativa entre los departamentos y las alcaldías, equilibrando las demandas con las posibilidades reales y los desafíos regionales.
Otro desafío será realizar un cambio profundo en el sistema educativo, derogando la nefasta Ley 070 de 2010, que pretendió convertir la escuela en un aparato ideológico y al hacerlo afectó gravemente la calidad y la eficiencia formativa en todos los ciclos y niveles. También debemos reconstruir nuestra política internacional, que en los últimos 20 años llegó a ser una de las peores de la historia. Hoy más que nunca necesitamos diplomacia profesional, embajadores elegidos por su idoneidad y su compromiso con el país, no designados por lealtades partidarias ni compromisos electorales.
El 17 de agosto cerró un ciclo político y abrió la posibilidad de refundar nuestra nación sobre bases de unidad, democracia e institucionalidad. La tarea de quienes asuman el poder es reconstruir lo destruido, sanar las divisiones y devolver la esperanza en base a un liderazgo responsable, acuerdos amplios e instituciones sólidas. La historia nos ha concedido una segunda oportunidad: no podemos desperdiciarla.
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