En los últimos meses, las tensiones entre Estados Unidos y Venezuela han escalado hasta niveles inéditos desde la caída de Manuel Noriega en Panamá en 1989. En Washington, en su discurso sobre el “narcoterrorismo hemisférico”, el presidente Donald Trump afirmó que no necesita declarar la guerra para eliminar enemigos: basta, según él, con “asesinar a gente” en el marco de su lucha contra el narcotráfico. Exempli gratia: desde principios de 2025, más de una docena de embarcaciones sospechosas de transportar cocaína han sido destruidas por ataques estadounidenses.
En Caracas, el nerviosismo rozaba la histeria. Nicolás Maduro proclamaba por TeleSur “pis, not guar, not kreisi guar, pis”, mientras las pantallas controladas del país mostraban a la cúpula política y militar venezolana encabezando milicias bolivarianas, con despliegues corporales tan patéticos como voluminosos.
En X/Twitter florecieron cuentas maduro-chavistas mostrando armas rusas presuntamente emplazadas para repeler un supuesto desembarco estadounidense. Cada declaración de apoyo de Rusia, China o ¡Corea del Norte! es amplificada como prueba de respaldo internacional, pero en realidad significa poco o nada. Celebran el aterrizaje de algunos aviones rusos de carga que, supuestamente, transportaron tropas Wagner e insumos militares, “juguetes rusos y chinos”, les llaman con gran algazara. No tienen idea del puente aéreo que se necesitaría para abastecer a una fuerza armada en campaña. Mientras, en Ucrania el ejército ruso cuenta con medios de transporte en el último estado de decrepitud.
Las fuerzas armadas venezolanas suman unos 200.000 efectivos, a los que se suma la Milicia Bolivariana, que consta de hombres y mujeres uniformados, adiestrados y parcialmente armados. El gobierno habla de 4,5 millones, pero observadores independientes estiman sus efectivos entre 200.000 y 365.000. Como apunta el periodista argentino Nacho Montes de Oca, “las milicias bolivarianas causan gracia con sus problemas odontológicos, gerontológicos y nutricionales; dedicadas más a reprimir y traficar que a combatir. Sin embargo, no hay que subestimar su potencial”.
Trump no puede declarar formalmente la guerra ni desplegar tropas sin aprobación del Congreso. Pero bajo el paraguas del “combate al narcotráfico” y la calificación del liderazgo venezolano como “organización terrorista”, Washington se ha otorgado un margen de acción letal: eliminar físicamente a miembros señalados como narcotraficantes, sin necesidad de enviar divisiones blindadas a Caracas.
La muchedumbre chavez-madurista recuerda Vietnam, creyendo que un eventual desembarco estadounidense repetiría la derrota de 1975. Ignoran adrede que medio siglo después Estados Unidos posee doctrina conjunta consolidada, tecnología sin rival y capacidad de proyección inmediata. Su experiencia en el ínterin incluye Grenada, Panamá, Somalia, Irak y Afganistán: algunas victorias militares, un par de salidas con el rabo entre las piernas y muchos desastres políticos, pero lecciones aprendidas.
Una comparación más aproximada sería con las guerras del Golfo Pérsico (1990-1991 y 2003-2011). Saddam Hussein tenía un gran ejército y un sistema antiaéreo formidable, pero carecía de poder naval. Venezuela, si bien con una geográficamente mucho más defendible, enfrenta limitaciones militares peores: fuerza armada mal entrenada, parque aéreo obsoleto y Armada casi inoperativa. No cabe duda de que EE.UU podría destruir el grueso de la defensa armada venezolana, pero invadir Venezuela sería meterse en un berenjenal prolongado por motivos geográficos.
El Mar Caribe, pieza central de esta ecuación, es vital para Washington. América Latina podrá ser su “patio trasero”, pero el Caribe es lo que fue el Mare Nostrum para los romanos: como lo describió un estratega naval estadounidense, el Caribe es “nuestro lago interior”, por sus rutas petroleras, tránsito de contenedores, acceso al Canal de Panamá y proximidad al territorio continental. Cualquier fuerza hostil allí constituye una amenaza existencial.
La Armada de EE.UU. mantiene siete flotas operativas, 11 portaaviones nucleares, más de 90 cruceros y destructores AEGIS y cerca de 70 submarinos de ataque. Ninguna otra fuerza naval se aproxima a esta capacidad. Por contraste, Rusia cuenta con un solo portaaviones —el lastimoso Almirante Kuznetsov, en estado crítico— y flotas envejecidas, fragmentadas y limitadas en su acceso al Atlántico y Mediterráneo. China, pese a su número de barcos y avance tecnológico, carece de capacidad logística para desplegar una presencia significativa sostenida en el Caribe. Corea del Norte, por su parte, no puede operar más allá de su litoral.
Ni Rusia ni China podrían enfrentar la declaración de una zona de exclusión, o peor, un bloqueo naval estadounidense a Venezuela, y mucho menos desafiar directamente a la Armada estadounidense. Si bien para EE.UU. colocar “botas sobre el terreno” sería engorroso, para Moscú o Pekín sería imposible ni colocarlas ni sostenerlas. En términos económicos, la desproporción es aún mayor: el PIB de EE.UU. supera los 30,5 billones de dólares (billones con doce ceros). Combinado con la OTAN, suma 55 billones. Frente a dos billones de Rusia y 17 billones de China, concentrados en sus regiones. La doctrina estadounidense de “proyección global de fuerza” se basa en esta superioridad estructural: dominar dos teatros de guerra simultáneamente y controlar los mares.
Por ello, una invasión terrestre a Venezuela sería innecesaria y contraproducente. Washington puede cambiar gobiernos sin ocuparlos: inteligencia, misiles de precisión y operaciones especiales bastan. Lo que busca es limpiar su “lago americano” de actores no deseados y reafirmar que el Caribe no es un espacio disputado, sino una extensión natural de su frontera marítima.
En última instancia, la pregunta no es si EE.UU. podría invadir Venezuela, sino si lo necesita. La respuesta —militar, doctrinal y económica— es clara: no. La doctrina es clara: no se trata de invadir, sino de neutralizar.
Si quisiera, Trump podría “neutralizar” a la cúpula venezolana, ya incluida en la Lista de ciudadanos especialmente designados (la llamada “Lista Clinton”) de la Oficina de Control de Activos Extranjeros: Nicolás Maduro, Jorge Rodríguez, Delcy Rodríguez, Vladimir Padrino, Diosdado Cabello y Tareck El Aissami, entre otros. Recientemente, también fueron agregados el presidente de Colombia, Gustavo Petro, su esposa y su hijo.
Así como vemos regularmente supuestas lanchas narcotraficantes sumariamente reventadas en el Caribe, nada parecería impedirle a Trump neutralizar o capturar selectivamente a los miembros de la lista, sin un engorroso desembarco físico. Mientras Maduro amenaza e intenta distraer haciendo piruetas mediáticas, Petro ha puesto las barbas en remojo. En el fondo, la verdadera guerra por el Caribe no se libra ni se librará en playas ni puertos ensangrentados, sino en la estrategia, la tecnología y el control absoluto de las aguas que lo conectan con Estados Unidos.
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