Septiembre 10, 2025 -HC-

El virus del poder, cuando los salvadores se vuelven pecadores


Martes 9 de Septiembre de 2025, 10:00am






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A Javier Milei y a su hermana Karina les está pasando lo que a Jeanine Áñez y Arturo Murillo en Bolivia: tuvieron una oportunidad de oro para marcar un antes y un después, para demostrar que otra forma de gobernar era posible, pero prefirieron caminar por el sendero torcido de siempre. No se trataba de falta de ideas —esas abundaban— sino de voluntad y principios. Y en política, los principios son lo que primero se negocia cuando el poder deslumbra.

La historia es repetitiva, casi cínica. En Bolivia, recordemos, Evo Morales llegó con la bandera de la esperanza, con la promesa de limpiar la suciedad que habían dejado los gobiernos neoliberales. Obtuvo el 53,74% de los votos y con ello la confianza de un pueblo que creía en él y en el “Proceso de cambio”. “Caiga quien caiga”, era el atractivo slogan. Pero una vez en el poder, no solo no combatió la corrupción: la multiplicó. Terminó superando las mañas de quienes había criticado, y lo que en un inicio fue ilusión terminó en desencanto y bronca. Lo mismo ocurrió con Áñez y Murillo, repitieron lo que todos detestaban. La corrupción.

El patrón se repite

Hoy, en Argentina, Milei vive un escenario parecido. Su prédica libertaria, que fascinó a millones hartos de la casta política tradicional corrupta, se diluyó entre promesas incumplidas, contradicciones y audios comprometedores que salpican su gestión. La derrota en Buenos Aires es más que un revés electoral: es una señal de alarma. El pueblo argentino, igual que el boliviano en su momento, está cansado de la misma película repetida con distintos protagonistas.

Si algo nos enseña la política latinoamericana es que la corrupción no tiene ideología. Puede venir disfrazada de izquierda o de derecha, de traje o de poncho, de académico brillante o de sindicalista de base. La tentación del poder no distingue entre diplomas ni orígenes: arrasa con todos los que no entienden que gobernar es servir, no servirse.

El drama es que, en cada vuelta, es la gente de abajo la que paga el vaso roto. El ciudadano común, que madruga, que trabaja, que paga impuestos, que sueña con un país mejor para sus hijos. Ese pueblo termina decepcionado, hastiado y, peor aún, resignado a pensar que «todos son iguales». Y esa resignación es el terreno fértil para el populismo, el autoritarismo y la manipulación.

La corrupción pasa factura

La derrota de Milei en Buenos Aires debería ser un espejo para toda la región. Una advertencia de que el discurso puede emocionar, pero si no se traduce en hechos concretos de honestidad y servicio, el electorado sabrá pasar factura. Tal vez tarde, tal vez con dolor, pero la pasa.

Ojalá, como bolivianos, aprendamos de una vez que votar no es un acto de fe ciega ni un cheque en blanco. Que nuestra responsabilidad no termina en la urna. Que la corrupción se combate también desde la ciudadanía, con conciencia, con vigilancia, con exigencia. Que la corrupción no es un problema ideológico sino antropológico: no distingue entre socialismo o liberalismo, entre el que calza charol o abarca, entre el iletrado o el PhD. Y eso, se tiene que acabar. Debemos exigir integridad, transparencia y un compromiso real con la justicia.

Porque si no aprendemos la lección, seguiremos viendo desfilar presidentes y caudillos que prometen cambios y terminan repitiendo lo mismo: la historia de la oportunidad desperdiciada. La corrupción provoca pérdida, pero, sobre todo, perdición. Es el virus del poder, cuando los salvadores se vuelven pecadores

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