Lo que creímos superado tras la primera vuelta —el hedor del insulto, del racismo y de la política más baja— ha regresado con más fuerza. Los candidatos, en vez de elevar el nivel y la calidad del debate, se lanzan estiércol entre sí, acusándose de «guerra sucia» mientras la practican con descaro, como alguien que no tiene nada que perder. Es como ver a dos borrachos peleando por quién está más ebrio: patético, doloroso y tormentoso.
Lo más indignante es escuchar viejas palabras malditas —«media luna», «logias». «gringos», «oligarcas»— que remiten a los tiempos en que Evo Morales sembraba odio por todas partes, mientras su entorno íntimo-dirigencial se enriquecía. El fantasma de ese pasado no se ha ido; solo hibernaba. Hoy, la sed de poder vuelve a imponerse sobre el deber de servir.
Recordemos cómo llegó la oposición a la primera vuelta: fragmentada, dividida, rencorosa, cada cual proclamándose salvador único. El MAS, cortado en facciones, se disputaba las últimas ruinas de un Estado fallido que él mismo destrozó. Hoy, ninguno de los frentes, más allá de matices opacos, muestra verdadera capacidad e intención de sacar al país del pozo. Se limitan a enseñar los dientes, con la boca espumeante, como canes rabiosos, sin ideas claras, sin argumentos ni proyecto de futuro.
La contradicción es brutal: uno de los candidatos proclama estar «cansado del odio y el racismo» mientras en la misma frase lanza una sarta de improperios contra el rival, como si enfrentara a enemigos a muerte, olvidando que esto no es más que una contienda electoral civilizada. El adversario responde con idéntico veneno, y sus seguidores en las redes replican el guion del insulto y la bajeza.
Combatir el fuego con gasolina
Por su lado, el Tribunal Supremo Electoral, como leñador torpe que no puede controlar el fuego, intenta con acuerdos inútiles lo que debería ser un simple apretón de manos entre hombres de palabra. Este pacto anti «guerra sucia», lejos de apaciguar, parece haber sido el bidón de gasolina que ha avivado aún más la descalificación, el encono y la estupidez, salpicando a toda la ciudadanía.
Muchos bolivianos ya no queremos escuchar más barbaridades. No se puede vivir así, atrapados en este ruido constante que nos erosiona como sociedad. Ya escuchamos, ya lo vimos, ya lo sufrimos, y sabemos a dónde conduce: al deterioro del país, de las instituciones y de la vida misma.
Pero aquí está el punto clave: mientras ellos se destrozan mutuamente en su lucha descarnada por el poder, nosotros, los ciudadanos, tenemos la oportunidad —y la responsabilidad— de demostrar que somos mejores. Que podemos elegir más allá del ataque, más allá de la manipulación, más allá de los insultos y las descalificaciones.
Esta no es una elección entre buenos y malos, porque francamente, ninguna opción es perfecta. Pero sí una elección entre caminos: ¿queremos seguir por la senda de la confrontación perpetua y el deterioro institucional y moral o apostamos por quien, al menos en teoría, representa una posibilidad de cambio hacia la cordura?
Asumamos que el voto no es el final, es el inicio. Votemos con cabeza fría, con la mirada puesta en el futuro de nuestros hijos y no en los rencores de los últimos 20 años. La esperanza no está en quienes se odian, sino en nuestra capacidad de decidir con conciencia, con sentido y con dignidad.
Lo que está en juego no es el ego de los candidatos: es el futuro de Bolivia. Y ese futuro lo decidimos nosotros, no ellos.
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