La reciente renuncia de la candidata Karla Robledo —de la Alianza Unidad de Samuel Doria Medina—, tras las acusaciones lanzadas por Tomás Monasterio —de la Alianza Libre de Tuto Quiroga—, no solo expone el nivel de toxicidad de la política boliviana, sino también las prácticas misóginas que persisten bajo el disfraz del “en campaña todo se puede”, como un seudocombate contra la corrupción. Lo que sufrió la ahora excandidata fue un caso de acoso político con rostro de linchamiento mediático. ¿Hasta cuándo aceptaremos campañas donde los derechos de las mujeres sean sacrificados?
Lo que sucedió esta semana con Robledo no es un episodio aislado, es, en el fondo, una confirmación triste —pero urgente— de que seguimos atrapados en una vieja política donde la guerra sucia se ejecuta como estrategia y el patriarcado actúa como patrón estructural. La política cruceña no fue derrotada en el terreno del debate, ni por el voto popular, sino por una ofensiva sistemática, ejecutada desde los medios y promovida por el vocero de Libre, que encontró en el escándalo una herramienta más eficaz que el argumento.
Entonces, la política fue convertida en un tribunal de inquisición, la televisión en una sala de juicio y las redes sociales, en los verdugos de la sentencia. Y lo más grave: todo esto dirigido contra una mujer cuyo único “delito” fue atreverse a postular como candidata a senadora por Santa Cruz.
En cuestión de días, la imagen pública de la candidata Robledo fue atacada con una intensidad brutal. Con sus acusaciones temerarias, Monasterio se atribuyó con toda la moral del mundo para sindicarla de tener vínculos con el narcotráfico, no por sus propias acciones, sino por investigaciones que involucran a su padre, omitiendo que los delitos son intuitu personae. Todo esto ocurrió en cámaras, micrófonos y titulares, con lo cual la señora Robledo terminó asediada por la presión mediática y se convirtió en una víctima del acoso político, hecho que terminó en su renuncia. Ningún tribunal la inhabilitó. Ninguna sentencia la condenó.
Cuando hacemos referencia a que los delitos son intuitu personae, nos referimos a que la piedra angular del derecho penal es la personalidad del delito: solo quien comete un delito debe responder por éste, es decir, no se puede ser culpable por proximidad, por apellido. Pero ello no se respetó en este caso, ya que Monasterio construyó su acusación con base en el parentesco de consanguinidad de Robledo con personas sindicadas de tener vinculación con actividades ilegales. A partir de ahí, se levantó una narrativa de culpabilidad “por reflejo”, a vista y paciencia de todo el país. Y eso en términos democráticos es absolutamente inaceptable.
¿Lucha contra el crimen o inquisición mediática?
La “lucha contra la corrupción” no puede ser la excusa para convertir a los medios en tribunales ni a los políticos en fiscales públicos sin límite. Si hay evidencia de delitos, debe seguirse el debido proceso. Si no, lo que se está aplicando es un acoso político encubierto con ropaje de moralidad.
Cuando una mujer entra al espacio político, lo hace también a un campo de batalla simbólico. La sociedad todavía la mide distinto. Si es firme, es “mandona”. Si se defiende, es “histérica”. Si resiste, “algo esconde”. En el caso de Robledo, esta lógica patriarcal se mostró con crudeza: una mujer señalada sin derecho a réplica efectiva, sin protección institucional, abandonada al juicio de las cámaras y al veredicto de la opinión pública manipulada.
Por ello, debemos recordar que la Ley 243 tipifica el acoso y la violencia política contra las mujeres en Bolivia, tipologías que existen para evitar precisamente episodios como este. El artículo 7 inciso 1 de la mencionada norma define al acoso político como los “actos de presión, persecución, hostigamiento o amenazas cometidas por una persona o grupo de personas directamente o a través de terceros, contra mujeres candidatas, electas, designadas o en ejercicio de funciones político-públicas, para impedir o restringir el ejercicio de su cargo o inducirla a tomar decisiones en contra de su voluntad.”
Robledo fue forzada a renunciar por una ofensiva pública, estamos frente a un caso que encaja claramente en esa tipología. No basta con lamentarlo. Corresponde activar mecanismos de protección, de reparación y de sanción que, de oficio, ya deberían estar en curso para demostrar que la citada normativa tiene efectividad; sin embargo, pasaron más de tres días y todo quedó en el recuerdo.
Todo esto evidencia la fragilidad estructural de los derechos políticos femeninos. Esta acción cometida por el vocero de Libre ha demostrado que los derechos políticos de las mujeres en Bolivia siguen siendo frágiles, condicionados y constantemente amenazados. Se avanza en paridad numérica, pero no en paridad real. ¿De qué sirve que tengamos leyes que exigen 50% de candidaturas femeninas si luego se permite que una postulante sea sacrificada mediáticamente con total impunidad? ¿Cuál es el mensaje para las jóvenes que están pensando en ingresar a la política?
Otro de los aspectos más desoladores de este episodio es el silencio institucional por parte del TSE, o sea el Órgano Electoral Plurinacional, el propio Ministerio Publico y otras instituciones democráticas que no se pronunciaron de forma clara para asumir una postura conforme a la Ley 243.
Lo que vivió Robledo no fue una decisión política libre, fue producto de una maquinaria de guerra sucia patriarcal que se disfraza de transparencia, pero que actúa con lógica inquisitorial contra la mujer.
No se puede construir democracia desde el espectáculo ni desde el miedo. Y mucho menos desde el silencio. Si no defendemos el derecho de las mujeres a participar sin ser violentadas, entonces no estamos defendiendo la democracia, sino solo su fachada.
¡Basta de justificar la violencia política con narrativa moralista!
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