En Bolivia hemos vivido más de dos décadas bajo un modelo político que confundió militancia con capacidad. Hoy, el país enfrenta una de sus pruebas más urgentes: reconstruir el Estado sobre los cimientos de una meritocracia justa y no del llunkerío, esa práctica servil que premia la lealtad ciega y la adulación antes que la competencia profesional.
El llunkerío ha sido el lubricante del poder, la moneda de cambio para ascender, sostenerse o simplemente sobrevivir en las estructuras estatales. Ha corroído silenciosamente las instituciones más sensibles como la justicia, la Policía, las Fuerzas Armadas y la administración pública. En nombre de la “representación popular” o la “lealtad política”, se reemplazó la excelencia por la obediencia, y el talento por la docilidad.
Durante los veinte años de hegemonía del Movimiento al Socialismo, la consigna de “mandar obedeciendo al pueblo” se transformó en “mandar premiando a los leales”. Ser parte de una organización social o repetir consignas partidarias valió más que tener formación o vocación de servicio. El resultado es un Estado que funciona a medias, donde la mediocridad encontró refugio y el mérito se volvió sospechoso.
El daño es estructural. En la justicia, el favoritismo desplazó a la independencia; en la Policía, los ascensos respondieron más a la conveniencia política que al desempeño; en las Fuerzas Armadas, la institucionalidad se subordinó al poder de turno; y en la administración pública, miles de cargos se entregaron a “compañeros” en lugar de a profesionales capaces.
Sin embargo, el llunkerío no es solo herencia del pasado reciente, es un virus cultural. Se reproduce cada vez que aceptamos que “tener padrino” vale más que tener mérito, que es mejor caer bien que trabajar bien. Es una enfermedad del alma nacional que convierte al Estado en botín y a los ciudadanos en súbditos del favor.
Por eso, Bolivia necesita un golpe de timón moral. Apostar por la meritocracia no implica negar la participación social, sino colocar a las personas adecuadas en los lugares adecuados. La verdadera inclusión no consiste en llenar cargos por afinidad política, sino en abrir espacios para los más capaces, sin importar su origen ni su filiación. La lealtad que este país necesita no es a un partido, sino a la verdad, al trabajo y a la ley.
Pero también debemos cuidarnos del otro extremo. Como advierte el filósofo Michael Sandel en su libro “La tiranía de la meritocracia”, el ideal meritocrático puede convertirse en una nueva forma de desigualdad si se olvida que no todos parten desde el mismo punto de partida. Las oportunidades reales no son iguales, los padres con más recursos transmiten privilegios a sus hijos, no solo económicos, sino también educativos y culturales. Así, la meritocracia corre el riesgo de transformarse en una ideología que justifica el éxito de unos pocos y culpa al resto por su fracaso.
Sandel también plantea un problema moral: los ganadores tienden a creer que su éxito se debe únicamente a su esfuerzo, y que quienes no lo logran simplemente no lo merecen. Esa lógica, además de falsa, es cruel. Divide a las sociedades modernas entre “ganadores” y “perdedores”, alimentando resentimientos, populismos y fracturas sociales.
Bolivia debe aspirar a una meritocracia con rostro humano, que combine la excelencia con la igualdad de oportunidades, y que reconozca la dignidad del trabajo más allá del título o la cuna. No se trata de sustituir el llunkerío con una nueva élite tecnocrática desconectada del pueblo, sino de construir un Estado donde el mérito y la ética convivan con la equidad y la empatía.
El desafío está en encontrar el equilibrio, un país sin servilismo, pero también sin soberbia; sin privilegios de casta, pero con oportunidades reales para todos. Solo así la meritocracia dejará de ser un privilegio de pocos y se convertirá en el motor ético del nuevo Estado boliviano.
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