Julio 27, 2025 -HC-

Trump, el escándalo impune y el fin de la democracia estadounidense


Domingo 27 de Julio de 2025, 10:45am




Durante décadas, el sistema democrático estadounidense fue presentado al mundo como un modelo de institucionalidad, equilibrio de poderes y transparencia. Sin embargo, hoy asistimos al ocaso de esa arquitectura liberal, no solo por el asalto literal al Capitolio, el 6 de enero de 2021, sino por un proceso más profundo y vergonzoso: la erosión interna de la justicia como principio moral y como poder independiente. La democracia no muere de un solo golpe; se va pudriendo desde adentro, entre encubrimientos, manipulaciones y cobardías institucionales. Y en el centro de esa podredumbre, está, nada más y nada menos que, Donald J. Trump.

Este viejo millonario no es un accidente ni una anomalía, lamentablemente. Es la expresión más descarnada de una degeneración sistémica de la democracia en Estados Unidos. Mentiroso compulsivo, narcisista sin límites, hábil manipulador de las masas, Trump ha logrado convertir su figura en un tótem de impunidad. Y lo más inquietante no es su capacidad de desafiar la ley, sino la obediencia temerosa o cómplice de las instituciones encargadas de fiscalizarlo. El Departamento de Justicia de Estados Unidos, antaño símbolo de independencia, se ha convertido en un actor ambiguo, temeroso de aplicar la ley con rigor cuando el acusado es el presidente. Más aún, ha comenzado a deslizarse hacia zonas de encubrimiento preocupantes, especialmente en lo que concierne a las relaciones de Trump con Jeffrey Epstein, el depredador sexual más infame del siglo XXI.

Los vínculos con Epstein son conocidos por cientos de personas, están documentados en fotos, en registros de vuelos y en testimonios públicos. Sin embargo, no hay investigaciones abiertas con el mismo celo con el que se ha procesado a otros personajes políticos o empresarios. ¿Por qué no se exige el mismo estándar de transparencia? ¿A qué intereses superiores responde ese silencio judicial? En una democracia de calidad, el principio rector es que nadie está por encima de la ley. En los Estados Unidos de hoy, Trump camina sobre el sistema como un gigante intocable, mientras el Departamento de Justicia lo observa de reojo, esperando que tal vez desaparezca por sí solo, o que el tiempo diluya la gravedad de sus actos.

Comparar esta situación con el escándalo de Watergate es casi insultante para la memoria histórica. Richard Nixon renunció en 1974 tras ser descubierto por un espionaje menor que hoy parecería casi ingenuo. Lo que entonces fue visto como una catástrofe institucional, hoy es una especie de “piojo tuerto”, al lado del monstruo de múltiples cabezas que representa Trump. Mientras Nixon cayó por mentir sobre micrófonos y grabaciones, Trump miente a diario con total desparpajo: sobre elecciones robadas, sobre mujeres agredidas, sobre negocios turbios, sobre su conexión con personajes oscuros como Epstein. Y lo hace sin consecuencias.

Hay en Trump una expresión de arrogancia que nos hierve la sangre. Es la misma que vimos en las fotografías de Augusto Pinochet, el dictador chileno: labios firmemente cerrados, mejillas caídas como si arrastraran la historia entera del cinismo, mirada de superioridad que no busca empatía, sino dominio. Es el rostro del poder que no se oculta, que no se disimula, sino que se sabe impune. Esa expresión de “a mí nadie me hace nada, ni me alcanza”, ha reemplazado al gesto del servidor público. Es la máscara del nuevo autoritarismo, no militar, sino mediático, populista, legalmente blindado.

Estados Unidos ya no es la república de los Padres Fundadores, ni la nación moral que pretendía Wilson en su evangelio democrático. Es un país que duda de su reflejo en el espejo, dividido, agotado y peligrosamente cerca de normalizar el delito como herramienta de poder. El fin de la democracia no llegará con tanques en la calle, sino con fiscales que callan, jueces que esperan instrucciones y ciudadanos que aceptan que la verdad es solamente una versión más de la propaganda.

Si alguna vez el poder judicial fue la última línea de defensa, hoy se convierte en el telón que oculta el espectáculo de la corrupción disfrazada de legalidad. Y mientras tanto, Trump sonríe, con esa misma mueca endurecida que recuerda a los peores tiranos del siglo XX. No necesita decirlo: su rostro lo grita —él ya ganó, porque ha logrado que el sistema le tenga miedo, más que a la propia vergüenza. Es la destrucción patética de la democracia, en manos del personaje más mediocre e ignorante de los últimos 50 años.

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