Sentado en la terraza, el escritor trataba de hallar la inspiración en el mar embravecido. No corrían buenos tiempos para el novelista. Por alguna razón desconocida estaba bloqueado. Las ideas habían desaparecido de pronto, sin mediar explicaciones y, aunque conservaba el talento a fuerza de persistencia, era incapaz de hallar un argumento aceptable para encarar un relato breve.
Molesto consigo, el escritor se levantó violentamente y oteó el horizonte. La línea se difuminaba entre unas nubes bajas y plomizas que anticipaban la inminencia de una tormenta. Inquieto, alzó la cabeza y vio una bandada de gaviotas revoloteando en círculo. El novelista bufó y entornó los ojos al contacto con la luz del sol y la brisa fresca que arrastraba la arena de la playa cercana. Su editor le había propuesto aquel rincón de “paz y armonía” para encontrarse con su esencia creativa pero el autor premiado por sus novelas de género negro, detestaba la bahía escondida apenas poblada por un puñado de familias de pescadores.
“Tengo que salir de aquí. De inmediato” se dijo convencido de haber tomado la decisión correcta. Por otro lado, pesaba la presión de los plazos editoriales y la necesidad de pagar las deudas contraídas con su exmujer. El escritor estaba atrapado.
Bajó de dos en dos los escalones que conducían a la planta baja, abrió la puerta y respiró hondo. El aire era suave y fresco. Lo sintió en sus pulmones tomados por la nicotina y tosió. Había dejado el tabaco dos meses atrás y le resultaba difícil resistir la tentación de un cigarrillo reemplazándolo por el té. La infusión tenía un efecto terapéutico atemperando su carácter nervioso y en algunos casos irascible. Pero lo que más odiaba eran los mensajes motivadores impresos en las etiquetas de las bolsas de té. “Hoy será un día diferente si te lo propones”, rezaba el último que había leído a propósito del desayuno.
“Un día diferente. Bah. Todos los días son iguales”, protestó el escritor asumiendo que le quedaban diez horas para entregar un borrador a la editorial y no había escrito ni una página de las doscientas diez comprometidas de acuerdo a un contrato de cumplimiento obligatorio, sin postergaciones salvo causas de fuerza mayor.
Por tal motivo, ya no servía ampararse en la pandemia o en alguna complicación de la misma, ni siquiera un efecto colateral. “Estoy jodido” concluyó perdiéndose en el oleaje. “Debería subirme a uno de esos barcos y desaparecer” se dijo mientras veía las embarcaciones de pesca con sus redes y palangres, meciéndose al ritmo de la marea. Entonces, impulsado por el terror que le provocaba el fracaso se dirigió a los barcos pesqueros. No tenía idea de cómo hacerse a la mar y la navegación era un arte que desconocía completamente salvo algunas referencias literarias.
-¿Le pasa algo, amigo?
El escritor viró a su derecha y vio a un hombre de aspecto venerable con el rostro endurecido por los elementos desatados de la naturaleza. Tenía impreso el pétreo rastro de la sal en las arrugas de su piel enrojecida por el sol, curtida por el viento, templada por el mar.
-Nada en particular.
-Creo haberlo visto allá, en la casa.
-Sí. Es de un amigo.
-¿Conoce usted a los dueños?
-Sí, claro-mintió el escritor-Buena gente.
El hombre hizo una mueca de desagrado y sonrió levemente. El novelista creyó que la cara del hombre se desharía a pedazos, como las piezas de un rompecabezas.
-Está bien-dijo el hombre-Aquí no estamos acostumbrados a los turistas.
-Lo entiendo.
-Quizás no. Mire. Aquí somos muy de lo nuestro.
“Como en todo pueblo” pensó el escritor pero reprimió el comentario.
-Comprensible. Por eso me siento un poco agobiado. Apenas salgo de casa.
-“¿Agobiado?” ¡No me diga! Lo que agobia es la ciudad con su gente y su ruido.
-A veces el silencio es agobiante.
-Nunca lo había pensado. En realidad, tampoco pienso demasiado. Sobre todo cuando salgo de pesca.
El novelista frunció la nariz y, pensativo, se rascó la cabeza.
-¿Puedo proponerle algo? Sugirió decidido el escritor.
-Depende.
-Me gustaría conocer la isla.
-Es un poco lejos y con este oleaje es mejor quedarse aquí.
-Tengo cierta urgencia-dijo el escritor incapaz de controlar su ansiedad-Podría pagarle.
La propuesta dibujó una mueca en el rostro del pescador, difícil de interpretar.
-No todo tiene un precio, amigo. Es arriesgado.
El escritor miró al mar. La fuerza del viento remecía las olas, batiéndolas sin pausa.
-Tiene usted razón-reconoció el novelista abatido-Pero no tengo alternativa.
El pescador se frotó las manos. Eran grandes, gruesas y potentes como un par de tenazas. Luego miró a un punto indeterminado de la playa.
-Se me ocurre que podríamos bordear la costa. No sé. Propuso sin entusiasmo.
-¿Adónde llegaríamos?
-Al pueblo de al lado. Estoy seguro de que allí encontrará a quien lo pueda trasladar a la isla a primera hora. Es lo que puedo ofrecerle.
-Por mí es suficiente-dijo el escritor acuciado por la necesidad de huir-No necesito más que eso.
-Entonces, vamos.
El pescador se puso en pie. Era un hombre recio y tranquilo, alejado de los vicios y la premura del tiempo. Su vida, sencilla, casi ascética, se centraba en la pesca. Habitaba una cabaña en la misma playa que había heredado de sus padres y cuando no reparaba las redes o los aperos de pesca, se dedicaba a la lectura. Solía comenzar por el periódico local recortando las noticias y artículos que le llamaban la atención guardándolos en una caja de galletas. Luego, continuaba con los libros amontonados en todos los rincones de su casa, incluso en el baño y en la cocina. Cuando el escritor subió al barco contó siete libros en la trinchera interior del barco.
-Jamás lo hubiera imaginado. Dijo extrañado.
-Ya sabe lo que se dice: “Las apariencias engañan”. Resolvió el pescador, desatando las amarras.
-Sin duda. Por cierto, mi nombre es…
-Mateo Cúper-completó el pescador con indisimulado orgullo-Lo conozco muy bien.
El escritor se estremeció. Sintió el corazón sobresaltado bombeando sangre por todo su cuerpo apelmazándose en sus sienes. Si lo que pretendía era escapar, aquel no era precisamente el escenario ideal.
-Puedes llamarme Ismael- Se presentó el pescador con una sonrisa generosa tendiéndole la mano derecha.
Cúper la estrechó y sintió el calor de una piel familiar, incluso entrañable. Cuando encendió el motor y oyó su ronroneo característico, el novelista supo que ya no había marcha atrás.
-Siéntese allí-dijo Ismael apuntando con la cabeza a estribor-Cuidado vaya usted a caerse.
El escritor siguió el consejo. La temperatura había bajado drásticamente y se subió el cuello de la chaqueta. Ismael cogió el timón con una mano y viró a babor. El oleaje era tan intenso que la embarcación oscilaba de un lado a otro, como si fuera un péndulo. Cúper reprimió una náusea, sentía su cabeza a punto de entrar en ebullición y los recuerdos atropellándose sin remedio. Vio, con sorprendente claridad, a su padre escribiendo los obituarios del diario. Reconoció la figura de su madre, sentada en la cocina pelando las judías para la cena. Escuchó la voz de su hermano, siempre templada y educada, en el coro de la iglesia. Se estremeció al enfrentarse al océano silente de la pantalla vacía. En definitiva, se encontró consigo mismo y el miedo fue apoderándose de su alma hasta sentirla incómoda y estropajosa, fácilmente permeable.
-Calculo que llegaremos en media hora. Tal vez algo más. Dijo el pescador afirmándose en el timón.
-¡Está bien! Reaccionó Cúper exaltado.
-¿Sabe?-Dijo Ismael con cierto halo de misterio-Tengo la sensación de conocerlo desde hace tiempo.
No había nada extraño en ello. Mateo Cúper era una figura pública que había aparecido en los medios de comunicación. Pero el escritor detectó que el pescador sabía algo más.
-Bueno, es algo que sobrellevo lo mejor posible. Dijo elevando el tono de su voz para que Ismael lo oyera.
-No es eso, amigo. He leído sus novelas. Un buen lector conoce al autor a partir de sus personajes.
-Eso es lo que dicen.
-Y no se equivocan, señor Cúper. Por ejemplo, María Wolsey.
De inicio aquel nombre simplemente se deslizó en la memoria del novelista. Pero, poco después, restalló como un latigazo. Un hombre de letras no sabía hallar las palabras adecuadas.
-María Wolsey, amigo. Vaya mujer. Se necesita mucho temple para asesinar a sangre fría.
-O ser cobarde.
El rostro del pescador se contrajo. Su mirada se tornó dura, lapidaria.
-Usted no sabe la verdad. Dijo Ismael consciente de que navegaba en aguas turbulentas.
-Yo creé esa verdad. A eso nos dedicamos los escritores.
El pescador dio un violento golpe de timón a babor. Cúper se tuvo que agarrar fuertemente para no perder el equilibrio y caer por la borda.
-Señor Cúper, usted ya no puede esconderse en la ficción.
-N-no lo entiendo… Balbuceó el novelista a quien se le atragantaban sus palabras.
-Creo que usted ganó un premio con esa historia.
Ismael acertaba. Una vez más. Si bien la crítica literaria se había enseñado con su estilo calificándolo de “innecesariamente pedante” la novela arrasó en las librerías y obtuvo el premio de Mejor novela Negra del Año. La editorial estaba satisfecha, las ventas eran excelentes y renovó el contrato con Mateo Cúper para que escribiera dos novelas.
-“Las malas artes”, ese es el título, ¿verdad?
El escritor agachó la cabeza.
-Debería sentirse orgulloso de su éxito. Al menos de su cuenta corriente.
El pescador bajó una marcha. El motor vibró con fuerza y el barco se encabritó como un corzo herido de muerte. Cúper advirtió que Ismael había virado a estribor alejándose de la costa.
-Mire, Ismael-dijo acercándose a él a trompicones-Sinceramente ignoro lo que está pasando. Pero si en algo…
-¡Cállese! Le espetó el pescador moviendo los brazos con vehemencia-¡El problema es ese! ¡Usted no sabe lo que está pasando!
-No me imagino qué…
Ismael lo interrumpió con una mirada que destilaba odio. Mateo Cúper, atemorizado, retrocedió un paso.
-Yo sólo soy un escritor que huye. Dijo con la voz temblorosa.
-Todos los escritores huyen de sí mismos. Por eso crean realidades. Pero usted tergiversó la realidad.
-Yo escribo ficción.
-¡Falso! Exclamó Ismael- ¡María Wolsey existió!
-Es un personaje.
-¡Es real!
Mateo Cúper transpiraba. La situación lo había superado. Necesitaba recuperar la calma y volver a tierra firme. Calculó la distancia que lo separaba de la playa y concluyó que podía llegar a nado. El escritor no se consideraba valiente ni capaz de un acto heroico. Pero esta vez se trataba de él. Debía salvar su vida.
Ismael detuvo el motor que agonizó un par de minutos hasta que el rumor de las olas lo apagó totalmente. El pescador miró la pila de libros, apartó dos de ellos, escogió una caja de galletas y sacó un recorte de periódico.
-“Esposa asesina condenada a cadena perpetua” leyó grandilocuente.
Cúper negó con la cabeza.
El pescador se llevó las manos al rostro y cayó de rodillas. Aquel hombre tan duro como el acantilado sollozaba como un niño. El barco estaba peligrosamente abarloado a babor, entregado a los caprichos de un mar dispuesto a no tomar prisioneros.
-Su María Wolsey era Clara Cociante-dijo Ismael recuperando el aplomo-Mi hermana.
El escritor, boquiabierto, creyó que todo era una broma de mal gusto. Luego se vio en el epicentro de una pesadilla. Era irónico. Había adquirido fama y fortuna escribiendo sobre crímenes y situaciones rayanas en lo paranormal, coincidencias perversas y desenlaces inesperados.
-Clara sufrió el maltrato de su marido durante años. Empezó con menosprecios. Terminó con golpes precisos. Una noche dijo basta.
Ismael tomó aire por la nariz y lo expulsó por la boca. Era el aliento del dragón. Mateo Cúper recuperó el argumento de “Las malas artes”. El nombre de María Wosley reverberó en su mente amplificando cada sílaba.
-Mi hermana fue a la cárcel. Usted sabe cómo son las cosas allí. No pudo resistirlo. Se suicidó.
-Lo lamento. No era mi intención.
-Son causas de fuerza mayor-dijo Ismael Cociante. Usted lo escribió. Comprenderá que no lo puedo llevar a su destino.
Mateó Cúper esbozó una mueca sardónica y alzó la vista a un cielo tan sombrío como su futuro.
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